Capítulo 24

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12 de Marzo, New York, 1959.

Desde aquel día en que Lauren había decidido que la mejor sorpresa que podía darle a Camila era el ir a la cocina y tratar de mantener una conversación normal sin el miedo de que ese hombre entrara por su puerta, las cosas habían ido cada vez mejor. La chica sentía que los grilletes que se había autoimpuesto comenzaban a disminuir su agarre de manera paulatina y no tenía tanto miedo como antes. Su enfermera no paraba de decirle que eso se debía al esfuerzo que estaba poniendo en su recuperación, pero Lauren muy bien sabía que si no hubiese sido por esa chica de ojos oscuros y sonrisa encantadora, todavía seguiría en su habitación pensando si era una buena idea seguir viviendo. Parecía demasiado extremista su pensamiento, pero cualquiera que hubiera pasado por una situación similar la entendería a la perfección. Sentirse sucia y que esa suciedad nunca desaparecería de su cuerpo por más que fregara su cuerpo hasta quedar al rojo vivo era una tortura constante. Tener pesadillas cada noche y poder incluso, a pesar de que los años habían pasado, percibir las manos rasposas de ese monstruo tocar cada centímetro de su cuerpo era el peor pago por un crimen que nunca cometió. Porque en más de una ocasión se había preguntado a sí misma qué había hecho para que le pasara eso. Con el paso del tiempo comprendió que algunas cosas ocurrían sin mucha intervención de parte de los afectados. Simplemente pasaban y la única opción que tenías era aprender a vivir con ello. Siempre iba a existir alguien que la está pasando peor que tú, así que no quedaba nada más que dejar de lamentarte y compadecerte de ti misma, aunque eso no quitara que lo hicieras de vez en cuando.

Con Camila en su vida, todo era distinto. Las pesadillas habían disminuido en frecuencia y a veces eran reemplazadas por sueños llenos de luz navegando por el Mississippi con ella a su lado. Había dejado de refregar su cuerpo hasta dejar su piel ardiendo, pues quería conservar sobre él el tacto de su enfermera cuando la abrazaba o masajeaba su espalda. Ella había leído mil veces que el amor podía cambiar y derribar barreras hechas con diamante, el material más duro del mundo, pero creía que no eran más que historias absurdas escritas por personas carentes de dinero y leídas por gente que había perdido la esperanza en el mundo real. Ahora que ella misma era quién estaba viviendo esas cosas en persona, su concepto de los escritores de romances había cambiado por completo. Sí existía alguien o algo arriba que sabía poner al ser humano correcto cuando más lo necesitabas. La luz siempre se las arregla para abrirse paso en la oscuridad. Y Camila era esa luz.

Estaban almorzando juntas en la cocina cuando la señora Green entró en ella con su habitual porte de elegancia y seducción para cruzarse de brazos frente a ella. Observó de reojo a Camila y la otra joven sintió cómo algo en su interior se removió con ira. Nunca en toda su vida había sentido algo parecido a ello, pero sabía muy bien cuál era su nombre. Celos.

— Lauren. — Su tía la llamó con voz firme y amable. Eso no quitaba que esa sensación que se había apoderado de su cuerpo no se alejara de ella. Levantó su cabeza del plato y la observó a la espera de que continuara. — Estaba pensando el otro día...

— ¿Ah sí? — la interrumpió la chica en burla mientras la miraba de pies a cabeza. Su tía era guapísima y sentía que si Eva Green de Jauregui se decidía de verdad a conquistar a Camila como lo había hecho con tantas otras, ella no tendría una sola oportunidad. Además de guapa, la mujer tenía experiencias y cientos de temas de conversación. Era imposible aburrirse con ella y sabía cómo engatusar a la gente. Y le daba miedo.

— ¿Estás de graciosa hoy? — replicó la mujer con una sonrisa torcida. Sus manos se volvieron aún más blancas al apretarlas sobre sus brazos cruzados. — Estaba pensando en que, ahora que te ves tan recuperada, no tengo inconveniente en realizar una fiesta en la casa.

Eso la dejó sorprendida. Su tía, desde que ella llegó a vivir a su casa, desistió de organizar sus ostentosas celebraciones en su hogar y prefería arrendar salones de hoteles o, para hacerlos más prácticos, pedir prestado el club de golf. Desde que Mario Lanza se había marchado a Italia, Camila y Christina habían sido su único contacto con personas reales sin contar a su tía. Una fiesta de la señora Green aseguraba la asistencia mínima de unas cuarenta personas por el tamaño de la casa, todas famosas y egocéntricas. Una civilización completa para ella si lo meditaba con altura de miras.

Smoke Gets In Your EyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora