11. Leyendas y tratos

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—¡Monstruo! —dijo con euforia el señor Mark, con el corazón desbocado y los sentimientos eclipsando en él.

Sentía los pulsos latiendo contra su piel, el enojo crecía a medida que permanecía de pie viendo a Herón sonreír con descaro. Podía sentir cómo cierta opresión crecía en su corazón para ascender por su garganta. Toda su cara comenzaba a colorarse a causa del enojo y un fuerte dolor en la cabeza le causó un leve mareo. Estaba cegado por la rabia.

Clavó sus escasas uñas en la palma de su mano con dureza, luego, corrió a donde Herón estaba de pie, observando. Antes siquiera de poder acercarse, todo a su alrededor se desvaneció. Se volvió borroso, esfumándose en imágenes inconexas hasta volver a ubicarse en un espacio minucioso que Mark conocía muy bien. Estaba de vuelta en su casa, en el cuarto de su hijo

—¡Maldición! —dijo en voz baja, golpeando la cama cubierta por los edredones del hombre araña.

El demonio lo había regresado de vuelta, ese había sido su respuesta: Nada. Tan terrible como su padre lo había pintado, como sus abuelos decían que era. Había sabido desde un principio que jugar con el demonio jamás traería nada bueno, entonces, ¿qué pretendía realmente al desafiarlo? ¿Por qué lo había hecho? ¿Realmente esperaba obtener una final diferente? ¿Cómo podía soñar con engañarlo y darle un mejor destino a su hijo?

Estaba cansado de la ciudad, de sus estúpidas reglas y de las costumbres que tenían los padres al contarles a sus hijos cómo proteger a su familia a través de viejas leyendas y tradiciones.

Siempre supo todo aquello. También pretendía contarle a su hijo cuando tuviera la edad suficiente sobre la existencia de un hombre en La Colina, capaz de otorgar cualquier deseo si en cada fin de año podía recibir un sacrificio humano. Un humano feliz, exigía, tan clara era la petición que, intentar engañarlo con alguien que aparentaba serlo, traía consecuencias.

Mark McShane era conocido también por las donaciones que ofrecía a niños o a jóvenes pobres, huérfanos. En los orfanatos o las escuelas e institutos que ayudaba, seleccionaba a uno para recibir una beca completa, que cubría todo tipo de gastos, para darle lo que él decía era una «vida feliz». El año pasado dejó de participar en actos caritativos pues, esas personas que seleccionaba, desaparecían sin dejar rastro un año después.

Estaba cansado de obtener una vida a causa de ello. No sabía si esos niños y jóvenes estaban vivos o muertos, si seguían en la ciudad o si estaban lejos. Y no había querido darle a su hijo semejante destino.

Solo le quedó llorar, jurando en secreto una venganza. Buscaría en silencio una debilidad, algo que pudiera usar para hacer sufrir al demonio, aunque fuese lo último que hiciera con su vida. Deseaba ganarse el respeto de aquel que le arrebató todo a la fuerza, ansiaba que sintiera el mismo dolor que despedazaba su corazón, aun si tuviera que gastar hasta su último aliento para cumplirlo.

Ofrecería su vida al mismísimo diablo si podía obtener venganza por su hijo, por todos esos niños y jóvenes. Quería ser perdonado al destruir a Herón, al que inició todo, al que susurró promesas envueltas por engaños y falsedades.

Lo haría. Los ojos azules de Mark se tornaron oscuros, las venas de su cuello y de sus brazos fueron visibles, tanto que parecían a punto de reventar en cualquier momento. Estaba en un punto de no retorno, furioso consigo mismo y quebrado por dentro.

Mark ahora comprendía por qué Grigor era conocida como la ciudad olvidada de Dios o por qué se le atribuía el hecho de ser un lugar muy cercano a la muerte. A pesar de los rezos que pudiera dirigir a un ente todopoderoso, esta ciudad, de entre todas, parecía ser el único lugar abandonado. Las súplicas no eran escuchadas, como si estuvieran apartadas de todo el mundo, encapsuladas en alguna especie de domo con un demonio que regía las reglas.

Si existía un Dios, no respondía plegaría alguna. No escuchaba... no estaba presente.

Las leyendas de la ciudad figuraban un hecho importante, porque solo ahí se podía conocer al que fingía ser un humano, al que caminaba por las calles casi como un igual. Las costumbres estaban arraigadas en toda la población, normal era cantarle a un niño la melodía de El hombre de sombrero para protegerlos, para advertirles sobre una amenaza mayor, aunque nadie creyera en su veracidad.

 Las costumbres estaban arraigadas en toda la población, normal era cantarle a un niño la melodía de El hombre de sombrero para protegerlos, para advertirles sobre una amenaza mayor, aunque nadie creyera en su veracidad

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Cuando los demonios lloranWhere stories live. Discover now