CAPÍTULO 37.

16.4K 1.5K 64
                                    

CAPÍTULO 37.

Narra Marc.

No supe la razón por la cual Mackenzie abandonó por unos segundos su papel de persona introvertidamente fría para echarme los brazos al cuello y besarme.

Pero, ¿para que engañaros?

Aquello resultó ser lo más jodidamente genial que me había pasado.

Con delicadeza posé mis manos entorno a su cadera y la empujé más contra mí. Buscando acabar con el casi inexistente espacio que nos separaba.

Dimisiones como el tiempo o el espacio se evaporaron hasta quedar en un modesto segundo plano mientras ponía cada una de las células de mi cuerpo dedicadas al beso.

Pero, por alguna necesidad biológica que me empezaba a tocar bastante las narices, no disponía de la capacidad pulmonar de un trompetista y carecía la habilidad de tomar aire por la nariz en aquellos momentos.

Supongo que Mackenzie también tuvo que notar como sus pulmones clamaban por una buena dosis de oxígeno porque fue la primera en romper el contacto.

Aún mantenía mis manos fijadas en el hueso de su cadera y me rehusaba a apartarlas, sobre todo, por que ahora ella temblaba descontroladamente.

Bajé la cabeza para poder mirarla a los ojos. La chica se estremeció débilmente al sentir mi aliento de nuevo tan cerca de su rostro. 

A pesar de todo ninguna lágrima empañaba sus grandes ojos grises. Los cuales se enfocaron costosamente en mí. Abrió la boca para, probablemente, decir algo, pero me apresuré a acallarla con un tosco beso.

—¿Estás lista princesa?

Ella suspiró y apoyó su sien contra mi pecho. 

—Estoy lista si tú lo estás.

Con sumo cuidado y una permanente sonrisa de ánimos la conduje hacia el ascensor. Ella suspiró y se pasó la mano por el cabello. La tensión agarrotaba sus dedos.

—¿Qué piso es?

No contestó. Se inclinó sobre los botones y presionó el cuarto con el labio atrapado por sus dientes. Me apretujó la mano con fuerza y tomó aire.

Por la expresión que adoptó pude entender que comenzó un diálogo frenético consigo misma. De vez en cuando, en el corto trayecto que tardó el ascensor en hacernos subir cuatro pisos, suspiraba. Llegué a contar cerca de trece suspiros en los escasos minutos que pasamos en el reducido espacio.

Las puertas se abrieron sin apenas hacer ruido y tuve que tirar de ella para que se decidiese a andar. Me lanzó una mirada de pánico conforme nos acercábamos al piso.

—Creo que ha sido una muy mala idea... tal vez pueda hablar con mi tía. Sí, hablaré con ella. Seguro que puede ayudarme con el tema de las gafas. ¡Tampoco veo tan mal!

Aunque me enterneció su intento, fallido, de disuadirme de que estábamos haciendo lo correcto no tuve más remedio que negar, rotundamente, con la cabeza.

—Si no llamas tú lo hago yo — Dije con seriedad.

Mackenzie entreabrió los labios, pero inmediatamente los apretó de nuevo en una delgada línea. Presionó el timbre con dedos temblorosos antes de lanzarme una mirada enojada.

Exactamente veintitrés segundos después. Por algún motivo para mí desconocido Mackenzie se puso a contarles. La puerta se abrió tras el inconfundible sonido de al menos tres cerrojos.

Al parecer la obsesión con la seguridad la había heredado de aquel hombre. Bueno, allá vamos. 

Narra Mackenzie.

—¿Mackenzie?

Observé a mi padre con el estómago encogido de puro estrés. Si hubiese sido un pájaro habría muerto de varios infartos. Su aspecto llegó a sorprenderme.

Había dejado atrás a un hombre con una barba fruto de la dejadez. Un hombre que se sentía ridículamente cómodo con camisas de tallas tres veces más grandes repletas de desperdicios que era demasiado vago de limpiar. Que no tenía tiempo de asearse como era debido porque concentrar su mente en algo que no fuese la autocompasión parecía una empresa demasiado complicada como para llevarla a cabo.

Pero aquel señor... no podía ser él.

Llevaba el rostro sin una muestra de vello, incluso parecía que... ¿se había depilado las cejas? Entrecerré los ojos hacia él sin dar crédito. Una camisa abotonada hasta el cuello que era de su talla y el cabello perfectamente peinado hacia atrás con una generosa aplicación de gomina.

Decididamente no sólo no veía. Mi cerebro se inventaba disparates.

Al percatarme que llevaba un minuto mirándole embobada sin decir nada me aclaré la garganta.

—Buenos días papá. Estás... cambiado.

El hombre que se parecía a mi padre sonrió.

—¡Cuánto tiempo mi vida! ¡Intentaba llamarte pero no me cogías el teléfono!

Curvé los labios en una mueca de culpabilidad. Era cierto que al ver su número en la pantalla siempre lanzaba el teléfono desentendiéndome del asunto.

Me puso las manos en los hombros y se inclinó para examinarme con detalle.

Incapaz de moverme o articular palabra le miré desconcertada.

—¡Mírate! ¡Estás preciosa! ¿Te has cortado el pelo? ¿Usas lentillas? ¿Quién eres tú?

La última interrogativa iba dirigida a Marc que observa ala escena con una diminuta sonrisa. Carraspeó al verse envuelto en la atención de mi padre y ladeó la cabeza con una sonrisa, esta vez, mucho más amplia.

—Marc Siles, encantado. Soy el compañero de piso de Mackenzie.

Él asintió repentinamente serio. Pero rápidamente volvió a su expresión de jovialidad. Y aquello desbordó mi auto control sobre mí misma.

—¡Papá! ¿Qué narices te ha pasado? — Exploté nerviosamente.

Mi padre me miró perplejo.

—¿Cómo dices?

Puse los ojos en blanco y le golpeé débilmente en el pecho. Agarré el cuello de su camisa y la sacudí.

—¡No sé! Parece como si hubieses cambiado radicalmente. Dejé a un desastre de hombre, no a un leñador elegante.

Él pareció pillar por fin el punto ya que carraspeó repentinamente nervioso.

—Oh... eso. Era la razón por la que me quería poner en contacto contigo, hijita.

Alcé las cejas impertérrita.

—¿Y eso es?

Por un segundo mi padre pasó a ser el adolescente que había sido descubierto a las seis de la mañana por su madre en bata. Se retorció los dedos tímidamente y mirándome directamente a los ojos me dijo:

—Mack... encontré a alguien, a Blanca, concretamente.



¡Aparta, imbécil!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora