CAPÍTULO 36.

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CAPÍTULO 36.

Narra Marc.

A regañadientes por fin se dignó a darme su ubicación exacta. Tras recordarla que se quedase quieta donde estaba me despedí apresuradamente del resto.

Realmente esta chica estaba loca.

O tenía una pizca de temeridad que no me gustaba en absoluto.

¿Irse sin ver una mierda al metro?

Dudaba que alguien tan inteligente pudiese tomar una decisión tan estúpida. Y sí, estaba mortalmente preocupado, lo que me hacía preguntarme hasta la saciedad el porqué.

¿Desde cuándo había logrado hacerme perder de semejante manera los nervios?

Era tan inusitada aquella situación que tras dar dos pasos pasé a correr por las calles. Al doblar la esquina tuve que apretujarme entre dos mujeres que paseaban tranquilamente.

Haciendo oídos sordos a sus quejas y a una referencia un tanto obscena de mi trasero (que era bonito sí, pero no pensaba que la madurez se hubiese vuelto tan perturbadora) continué con mi carrera.

Por suerte disponía de la forma física adecuada como para hacerme carreras mucho más largas. Al fin y al cabo tuve que aprender a poner pies en polvorosa cuando los acontecimientos se salían de su cauce en mi familia.

Troté escaleras abajo sumergiéndome en las profundidades de la estación de metro. Refrené mis pasos para aspirar una intensa bocanada de aire cargado que me provocó toses.

Presioné a mi mente a mantenerse templada y escudriñé la multitud en busca de la chica.

La vislumbré sentada en una de los bancos macizos dispuestos al lado de las vías. Sacudiendo la cabeza con alivio me apresuré a llegar hasta ella.

El ruido del traqueteo del metro y el continuo flujo de personas que hablaban de sus propias vidas impidió que la chica se percatase de mi presencia hasta el instante en el que me senté junto a ella.

Sobresaltada se sujetó el pecho antes de golpearme con fuerza en el brazo.

-¡Ay! ¿Por qué hiciste eso? - Interrogué frotándome la zona afectada.

Ella presionó los labios y me miró irritada.

—Me asustaste, imbécil.

Sonreí con ironía.

—Lo dice la que se ha ido sin ser capaz de ver a un viaje en metro.

Mackenzie arrugó la nariz ante aquello y apartó la vista.

—Sé cuidarme sola.

Me incliné hacia ella, situando mis labios sobre el lóbulo de su oreja. La sentí estremecerse suavemente lo que ensanchó mi sonrisa.

—Lo sé, pero yo puedo cuidarte mejor.

La chica no contestó sino que comenzó a retorcerse los dedos nerviosamente mientras luchaba por no convulsionarme por las cosquillas que mi aliento provocaban en su cuello. Sin ser del todo consciente de lo que hacía bajé mis labios por su oreja, por detrás dela misma hasta finalmente llegar al cuello.

Mackenzie se tensó casi de inmediato.

—¿Qué haces? — Murmuró en un débil susurro.

—Nada en especial.

De hecho no pretendía hacer nada, pero algún diminuto monstruo interior que comenzaba a ronronear satisfecho me urgía a besarla. Lo que era realmente estúpido en dicha situación, además, debía mostrarme enfadado.

¡Aparta, imbécil!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora