Capítulo 5.

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Narra Mackenzie.

Suspiré recolocando el peso de la bola en mis hombros, apenas podía cargar con el equipaje y, ir allí era de lo más arriesgado. No tenía ninguna seguridad, pero tampoco nada que perder.

Aunque tenía un plan B: quedarme a dormir en el sofá de Irene.

Pero, siendo sincera, prefería hacerme con una habitación.

La dirección me llevó a un viejo bloque de apartamentos, al parecer era un tercero. Miré compungida el cartel de “Fuera de servicio” del ascensor.

Haciendo acopio de toda la fuerza que poseía enganché mis dedos en el asa de mi maleta y cargué con la bolsa a la vez.

Tenía dos opciones:

1) Llegar arriba.

2)Matarme en las escaleras.

Con mi positividad cargada comencé a subir lentamente los escalones. Por suerte no vivía en un noveno. Poco a poco mis pasos me llevaron al rellano que buscaba.

Agotada permití que las bolsas golpeasen en un ruido seco el suelo mientras me apoyaba en la sucia pared a tomar aire.

Aspiré roncamente. No estaba siendo mi mejor día, precisamente.

Alejé aquellos pensamientos y me arrastré hacia la puerta 3A.

Presioné mis dedos contra el tiembre, mientas que mi pie arrastraba mis pertenencias más cerca de mí.

Uno, dos, tres minutos pasaron antes que con un chasquido la puerta quedase abierta.

Una sensación de alivio comenzó a surgir en mi pecho antes de que mi vista conectase con dos iris de un reluciente verde.

¿En serio?

¡Qué había hecho yo en otra vida para mercer esto!

Marc sonrió recargando su peso sobre la puerta.

—¿Hola? ¿Debería preocuparme que sepas donde viva, nena?

Arrugué los labios, conteniendo el enfado que amenazaba por escapar de mí.

—¿Eres el dueño del piso? ¿El de este anuncio? —Le tendí el trozo de papel rasgado con toda la tranquilidad que fui capaz de reunir.

Los ojos de Marc abandonar mi cara para deslizarse a mi palma extendida.

Una luz divertida centelleó en ellos.

—Sí, ¿interesada?

Tiré de uno de mis mechones rubios cambiando mi peso de un pie al otro.

—Lamentablemente… sí —mis labios se alzaron en una mueca.

El chico sonrió abiertamente apoyando su cabeza en el marco de la puerta, clavó su mirada en mí y lamió sus labios.

—Pasa y hablamos.

Tragué saliva tirando nerviosamente de mis dedos, necesitaba aquello, no podía permitir que el imbécil me lo estropease.

Marc se dispuso a girarse, una idea cruzó mi mente, estiré min mano para detenerle.

Los ojos del chico se posaron sobre los míos.

Solté inmediatamente su brazo, sintiendo como mis dedos hormigueaban. Desorden químico conocido como hormonas.

—¿Puedes ayudarme con las maletas? —No pude evitar sentir el calor escalar hasta mi cara.

—Claro, nena.

Bufé.

—No me llames nena.

Marc agarró las dos bolsas que constituían mi escaso equipaje.

Entré lentamente en el pasillo: era pequeño, pero resultaba acogedor. Olía a algo familiar. Arrugué la olisqueando el aire. Pizza.

No fui consciente de cuanta hambre tenía hasta que mi estomago de contrajo.

—Pasa, nena —Abrí la boca para protestar, pero él me interrumpió:—Tranquila, no muerdo, o sí, depende de lo que te guste.

Me mordí la punta de la lengua para no estallar.

Imbécil pervertido.

Si me quedara aquel piso la convivencia sería complicada.

Y yo necesitaba ese piso.

Mierda, mierda y más mierda.

El karma me odiaba.

Narra Marc.

Saqué la masa cubierta de tomate y queso del horno. Al no saber concinar dependía de los pre-cocinados.

Coloqué la comida ardiendo sobre un plato y cerré el horno de un golpe.

Caminé hacia el salón donde Mackenzie se encontraba.

Habíamos discutido por más de una hora sobre los acuerdos de alquiler. Al parecer Mackenzie era una obsesa de las normas. Muy, muy, obsesa.

Pero tenía que soportarlo.

Necesitaba el dinero del alquiler.

Y, ella era la mejor compañera que había tocado mi puerta.

Al final aceptó.

Aunque no sabía que crucé los dedos ante la mayor parte del listado de normas que debíamos cumplir.

¿Un horario para el baño? ¿No poder entrar en su habitación sin permiso? ¿Prohibido pasarse en ropa interior por la casa?

—La cena ya está —anuncié reverencialmente.

Ella desvió la vista de la pantalla de su teléfono móvil hasta mí. Bueno, más bien a la pizza.

—Oh. — Sonrió. — La próxima la haré yo.

Tenía una sonrisa bonita.

Me encogí de hombros, restando importancia a aquello.

Porque, a pesar de todo lanzó una mano para agarrar un trozo y llevarselo a sus labios.

—Y bien... ¿por qué necesitas mi humilde piso?

Ella masticó pensativa pasando de nuevo sus ojos al teléfono móvil. Suspiró negando con la cabeza.

—No te importa.

Oh. Eso dolió.

Me hice un hueco en el sofá junto a ella. Si esa misma mañana me habrían dicho que atropellaría a una chica y esta terminase siendo mi compañera de piso... Le habría pedido la droga con la que se había colocado.

Joder, aquello era surrealista.

—Te estás haciendo la interesante —ronroneé juguetón.

Giró mi rostro para mirarme. Tenía los labios brillantes de la grasa de la pizza y se encontraba ceñuda.

—Eres imbécil. Regla número uno: no decir estupideces en mi cara.

Me incliné más hacia ella, percibiendo su olor. Uhm... Lavanda. Mackenzie abrió los ojos espantada.

Sus manos quedaron en mi pecho, presionando para que me apartase.

—Creía que era la regla tres. ¿Por qué no me cuelgas la lista en la nevera?

Gruñó molesta.

—Capullo —silbó entre dientes.

Oh, sí. Esto iba a ser divertido.

¡Aparta, imbécil!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora