Se instalaron en la pequeña salita común que tenía una guitarra apoyada contra la pared (que resultó pertenecer al nieto de la señora, que ya no vivía allí). Jungkook se acomodó con papel, bolígrafo y un brillo en los ojos que Yoongi no había visto en semanas.

Y durante un buen rato, solo se escucharon notas suaves, frases murmuradas, pausas para respirar hondo… y el nombre de Taehyung cruzando el pensamiento de Jungkook una y otra vez como una plegaria muda.

La frase que lo inició todo quedó al principio de la página:

“I want the world to see what you mean to me.”

Después de escribir los primeros versos, y de grabar en su celular las melodías que se le venían, Jungkook dejó la guitarra a un lado. Sus ojos pesaban, pero su corazón estaba más liviano.

—¿Sabes? —murmuró, medio dormido, al ver que Yoongi también luchaba con el sueño—. Siento que ella me escuchó… la señora de allá afuera. Y siento que por primera vez en días… voy por buen camino.

Yoongi asintió con una sonrisa suave.

—Entonces duerme, genio incomprendido. Mañana seguimos buscando señales.

Y así, sin más palabras, ambos se retiraron a sus cuartos. Afuera, las estrellas seguían brillando. Y en algún lugar del cielo, una abuela orgullosa sonreía sabiendo que su nieto aún no lo sabía… pero alguien muy especial ya estaba empezando a sanar por amor a él.

El amanecer en Daegun llegó sin alardes. No hubo sol resplandeciente ni brisa festiva; solo una luz tenue que se coló tímidamente entre las cortinas viejas de una habitación sencilla, silenciosa, aún perfumada por el jabón recién usado y los suspiros de quienes se habían rendido al cansancio.

Jungkook aún no abría los ojos, pero su respiración ya había cambiado. En su pecho, el peso del día anterior seguía reposando como una piedra cálida y testaruda. La conversación con aquella señora misteriosa —tan gentil, tan sabia, tan... familiar— había dejado algo en él. Una calma inquieta. Como si, por primera vez en semanas, alguien lo hubiese mirado no como la estrella, no como el joven que huyó de su vida perfecta, sino como un chico roto que amaba en silencio. Un chico que, al final de todo, solo quería ser perdonado.

En la habitación contigua, Yoongi también comenzaba a desperezarse. El viaje, largo y accidentado, le había pasado factura, pero no se quejaba. No porque no quisiera —quejarse era su idioma natural—, sino porque ver a Jungkook reencontrándose con sí mismo le parecía suficiente recompensa. Aunque claro, no lo diría en voz alta. Había aprendido a querer a Jungkook a su manera: con bromas pesadas, con gruñidos, y con silencios compartidos que hablaban más que cualquier canción.

Y mientras el pueblo comenzaba a despertar con el canto lejano de los gallos, los primeros pasos en la cocina de la abuelita que los acogió, y el murmullo suave del viento arrastrando las hojas secas, el destino seguía moviendo sus hilos.

A kilómetros de allí, en un casa acogedora en una habitación que aún cargado del aroma a té de hierbas y libros viejos, Taehyung también abría los ojos.

Su despertar fue diferente. Doloroso. Inquieto. En su pecho no reposaba la calma, sino el recuerdo punzante de la noche anterior, de sus lágrimas contenidas frente a su hermano, del nombre que seguía doliendo incluso cuando intentaba olvidarlo: Jungkook.

Y sin saberlo, sin imaginar que sus pasos comenzaban a acercarse más de lo que creían, ambos muchachos miraron al techo, sin hablar, sin moverse. Solo pensando.

Uno recordando lo que perdió.
El otro, rogando que aún no lo haya perdido del todo.

La mañana siguió su curso, indiferente a los corazones temblorosos. Afuera, la vida parecía simple. Las flores regadas con esmero, los ancianos saludándose como cada día, los niños corriendo sin saber que, en esa ciudad pequeña y vieja, el amor estaba intentando encontrar de nuevo su camino.

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