Capítulo 18

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Quería apagar el golpeteo incesante de su corazón. Quería ser menos endeble y no temblar por lo que había estado pensando en todo el día y lo que estaba a punto de acontecer, de un momento a otro. Quería ser fría y mantener la calma, pero todo ello parecía ser una tarea imposible de cumplir. La espera tenía su fin como los segundos que acababan en ese día, en esa noche para tornarse en minutos y dar con la hora definitiva. Su doncella la había dejado lista para recibir a su esposo.

Su esposo.

Ya no era un pretendiente que podía fingir en cortejarla o un hombre a que todas las féminas admiraban y deseaban tener con locura. Era suyo de alguna manera. Estaba aturdida porque finalmente estaban casados. Eran marido y mujer.

Aún no, se corrigió ante la espera de su noche de bodas.

Se miró en el espejo, intentando darse un poco de aliento. Jules se había esmerado en verse más hermosa. Si eso fuera posible, se dijo para a sus adentros. Le había dejado el cabello suelto, lustroso y brillante. Caía a su espalda como si de un manto dorado se tratara a la luz de las velas y no de un color corriente como era el castaño. Sus ojos parecían grandes más de lo normal, como si al estar abiertos era una manera de estar alerta, atenta a cualquier movimiento inesperado que pudiera ver en su dormitorio. Lejos de la simple apariencia, sus rodillas estaban flojas y temía caer al suelo. El corazón le golpeaba tan fuerte, siendo consciente de su palpitar loco. Se llevó una mano al pecho para frenarlo.

No pudo.

¿Por qué tenía que comportarse como una de esas jovenzuelas que había perdido la cabeza? Era más que un acto más propio del matrimonio, ¿por qué anticiparse más del acto en sí? Era un deber como su esposa que era el recibir la semilla del hombre dentro de su ser como se suponía que debería ser.

Como un castigo divino recordó la carta de satisfacción que descubrió de dicha amante que dejó satisfecha el marqués. Apretó los puños, sintiéndose como una usurpadora. Sí, ocupaba un lugar que no sabía si era merecido más se lo había ganado con una propuesta de matrimonio. Esa noche no tenía ningún sentido. Ella no era como las demás amantes que había tenido su esposo. Era evidente, dada su poca experiencia, no lo iba a colmar, ni satisfacerlo.

¿Pero no era un un deber como esposa el recibirlo y consumar el matrimonio?, se repitió en un intento de cortar de raíz cualquier mínima esperanza de que fuera algo más, algo más que pudiera conllevar a la desilusión.

- Le diré una excusa, como que me duele la cabeza o que se me ha olvidado que me iba a venir el periodo. Esto no puede ser. Es una mala idea - dijo presa por el temor de que fuera un error -. Terrible. Sí, le convenceré de posponerlo. No esta noche .... No...

Su voz se apagó al encontrarse poco valiente en decírselo. Era eso o que una parte de ella no estaba conforme con lo que estaba diciendo.

- Es una locura - le dijo a su reflejo -. Es una gran y descabellada locura.

- ¿Qué es una descabellada locura?

Absorta como estaba en el conflicto interno que tenía, dio un respingo cuando lo oyó y lo atisbó a través del espejo del tocador. Le dio tiempo a pensar en la respuesta, el tiempo que él aprovechó para cerrar la puerta y estuvieran los dos en la intimidad.

No pensó en nada mientras lo miraba. No podía apartar la mirada de su persona. Sus pies se habían anclado al suelo y todo parecía ocurrir lento a su alrededor. Se había vuelto y esperaba su respuesta pacientemente. Caminó y acortó las distancias que había entre ellos.

- ¿Y bien? ¿Qué es una locura?

Erin no pudo otra cosa que hacer que rehuir de su mirada y se entretuvo en ver las cosas del tocador: el cepillo, un botecito de perfume que su doncella había desperdigado con unas gotitas por su cuello y muñecas. Todo para complacerlo.

- Hablaba en voz alta, milord.

- Volvemos al tratamiento de usted - dijo con una mueca que acabó en sonrisa que ella no vio porque estaba pendiente menos de él. En verdad era mentira porque su cuerpo próximo al de ella lo sentía como el calor de la lumbre encendida -. ¿Debería sorprenderme? No, no me sorprende. Pero ya que vamos a ser un matrimonio de verdad, nos deberíamos poner manos a la obra, ¿no crees?

Erin se tensó más que una cuerda y asintió como si fuera un castigo lo que había estado esperando y al final había claudicado. Mas Roderick no compartía ese mismo pensamiento. Se armó de paciencia y se acercó.

- ¿Por qué tendrías que temerme?

- No te tengo miedo - olvidándose de su tratamiento de usted hace unos minutos, contuvo el aliento porque no previó que estuviera tan cerca de ella.

En un gesto de valentía o cobardía, se apartó de él y se encaminó al lecho sin ser consciente de que le estaba dando la espalda. Se descalzó y se quitó la bata tirándola a los pies de la cama, quedándose con el camisón satinado, ideal para esa noche. Antes de que la valentía dejara de bullir, se metió en las sábanas.

- Estoy en la cama. Cuando quieras, podemos empezar y terminar de una vez - dijo con cierta altanería.

Viendo que no le iba a facilitar las cosas, Roderick tampoco se achantó o se quedó atrás y se dirigió hacia el otro lado de la cama. Todo lo que se había planteado en esas noches de atrás, porque había soñado para ese momento. Sí, lo había soñado, se desmoronó un poco al ver el poco entusiasmo que tenía Erin con su noche de bodas. Así que cuando se quitó el batín, no pudo más que mostrar un poco de irritación y se metió en la cama para verla tumbarse y esperarlo. Sin embargo, no iba a dejar que ella ganara esa partida.

- No sé quién te lo habrá contado cómo debería ser nuestra noche de bodas pero no tiene que ser así.

Las mejillas femeninas se ruborizaron y volteó el rostro, casi sintiéndose fuera de lugar.

Roderick se dijo que debía tener más tacto.

- ¿Cómo debería ser sino? La mujer ha de abrirse de piernas para que el hombre se introduzca en su interior, ¿no? - dijo un rato después ella como si de una clase de anatomía se tratara.

Estaba claro, no se lo estaba poniendo nada fácil, siendo de lo más directa y explícita. Y seca.

Se deslizó entre las sábanas y cuando se acercó, la notó tensa como una  vara.

- Erin, mírame.

- ¿Para qué? Puedo cerrar los ojos y que lo hagas de una vez.

Sí, que podía ser terca.

- Mírame, por favor.

Renuente, le hizo caso y volvió su rostro hacia él. Pese a que sus palabras podían ser como puñales que podían herir hasta el hombre más seguro, su mirada parecía brillar en medio de una odisea. Sus mejillas relucían como dos manzanas brillantes y sus labios entreabiertos parecían que reclamaban por un beso.

Se inclinó y no besó directamente sus labios, sino en su mejilla que notó caliente. Antes de que lo pudiera rechazar, la atrajo a su cuerpo. Solo unas prendas lo separaban de hundirse en el paraíso.

- Puede ser muy agradable, Erin.

- No soy una de tus amantes - deslizó su mano al pecho, para apartarlo, pero se quedó allí, notando su piel cálida y tersa cubierta por el cosquilleante vello de su torso.

- No, no lo eres. Eres mi esposa, mi querida y huidiza Erin.

No halló voz por más que pudiera, porque se la arrebató, atrapando su boca con la suya sin que pudiera darle réplica. La besó quemándola, rindiéndose a lo inevitable. Porque aunque se había estado convenciendo que aquello no era posible, ardía por sus besos. Por esos besos que había soñado desde él se había colado como ladrón en sus pensamientos y en su corazón.

¿Para qué engañarse más?

Un matrimonio inesperado (borrador)Where stories live. Discover now