Capítulo 1

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Finales del siglo XIX

Era rara vez que se la veía en público a la señorita Racliffe. Era conocido y, bien sabido, su poco entusiasmo en asistir a eventos sociales, es decir, su nula participación a la asistencia de estos. Las damas mayores se compadecían de su destino aciago; la soltería era un extraño acontecimiento que cuando ocurría provocaba un cataclismo a su alrededor y más en una joven, que se había cerrado a tener cualquier posibilidad en el mercado matrimonio desde que fue su primera temporada en sociedad, negándose a alentar a cualquier pretendiente que podría haber estado interesado en ella.

No hubo dicha ocasión.

Las malas lenguas decían que esta situación había sido originado por su padre, lord Racliffe, que solo se interesó en educar y cuidar a sus otras hijas de su segundo matrimonio (no el sentido literal de la palabra, cualquier caballero dejaba tales menesteres a institutrices o tutores contratados), siendo su hija mayor la menos querida por su familia. Lejos de lo que podía aparentar la realidad, ya que subió su dote para ver si despertaba el interés en el género masculino de pedirle su mano,  dicha damisela rechazó uno por uno, mostrando mantener su soltería, aunque eso la tildara de "solterona" de por vida. Un título que muchas temían y otras se resignaban. En cambio, para Erin Racliffe, veía muchas ventajas el ser soltera.

Una de las razones, la primera y la más importante de todas, era que no se "ataba" a nadie y, mucho menos, sentimentalmente hablando. Además, prefería vivir en la tranquilidad y pacífica vida que le ofrecía el campo que el ajetreada y bulliciosa ciudad londinense. 

A sus veinticinco años, no estaba interesada en ningún caballero. Así que fue un acontecimiento del año, que inesperadamente, tras el regreso del marqués Sutherland a Londres, a pocos días de su aparición, este estuviera comprometido con una de las solteronas del momento y tres años más que él, un número que era insignificante si fuera al revés.  No fue por un escándalo que propició dicho compromiso, sino de una proposición bastante inusual en un rincón de una velada, organizada por una pareja común de ambas familias, de los Blake y los Racliffe. 

Pero estaba adelantando dichos hechos, así que retrocedamos una semana antes del sorprendentemente acontecimiento. 

Los Blake y los Racliffe eran vecinos, ya que sus casas de campo, colindaban una junta con la otra, solo una cerca de madera separaba ambas propiedades. Nunca hubo rencillas entre ellos, sino que presumieron de una buena amistad que los adultos mantuvieron durante muchos años, superando la muerte de la primera esposa de lord Racliffe, una dama que había sido generosa y querida por muchos del condado. No fue menos la segunda esposa que desposó.

 Los Blake presenciaron el cambio que hubo en la primogénita; lord Racliffe pensó que sería por falta de una presencia femenina que pudiera necesitar. Así que cuando pasó el año de luto, se casó con una viuda que no tuvo hijos de su anterior matrimonio y, que de este nacieron, Amanda y Josephine, dos niñas muy vivarachas a diferencia de Erin. Sin embargo, creyendo que sería más positivo para la niña el tener hermanas y una madre, su carácter se transformó más taciturno y reservado. Lady Racliffe no fue una mala madre e intentó que su hijastra estuviera en las mismas condiciones que sus otras hijas. Lamentablemente, no duró mucho en vida tras el aborto de su tercer hijo. La familia Blake estuvo volcada en dar apoyo a los Racliffe, de nuevo viudo y al cuidado de sus tres hijas. Por eso, no dudó y, en recomendación, de lady Blake, duquesa de Sutherland, de contratar institutrices para la educación de dichas damitas. Hubo suerte, para Josephine y Amanda, no tanto para Erin que no quiso tener marido. 

— ¡Señorita! — exclamó la señorita Jules, la doncella de Erin, que irrumpió en la salita de estar para dar una suculenta noticia que no parecía despertar el interés de la protagonista, centrada en la lectura que tenía en sus manos —. ¡No se imagina quién ha regresado de su viaje por Europa!

Ni siquiera levantó una ceja la susodicha ante la información gratuita de su doncella. Jules pensó en más de una vez si no estaría cincelada de mármol. 

Intentó con otro método, menos femenino. Carraspeó audiblemente para hacerse notar, aunque con el griterío anterior se habría enterado hasta el sordo mayordomo.

— Jules, te recomendaría para su garganta un tónico efectivo del tío John que el pobre padecía dolor de garganta.

— Señorita, por favor — casi iba a llorar por la falta de atención de su dueña —. ¿Por qué no le interesa saber quién ha llegado a la ciudad?

Sin levantar la mirada de la lectura aún, respondió: 

— Teniendo en cuenta que dentro de poco volveremos al campo, ¿qué interés he de tener en saber quién ha sido el afortunado de volver aquí? ¿Ha vuelto con honores tras arriesgar su vida en alguna batalla digna de mención? 

La doncella pestañeó como un búho desplumado al no pillar el sarcasmo de sus palabras. Erin suspiró porque sabría que  no se quedaría tranquila hasta que le soltara el chisme. 

— Dime pues, ¿quién ha regresado? — colocó un dedo entre las páginas.

Su petición fue muy bienvenida por la portadora de dicha noticia que levantó la barbilla y moduló la voz para contar algo muy importante que merecía ser contado y escuchado, salvo que su oyente no estaba por la labor de complacerla.

— El marqués de Sutherland ha llegado. ¿No es maravilloso? Los duques están felices por la llegada de su hijo. Su padre tiene pensado en visitarles.

Erin se quedó callada unos segundos para solo musitar un apenas "ahhhh", que obvió claramente su doncella al oírla.

— Dice la gente que los años en el extranjero le han venido estupendamente, como el vino cuando transcurre el tiempo.

— Bueno, una gran oportunidad para las damas que quieran convertirlo en su esposo.

 — ¿En alguna vez no le interesó en ser su esposa?

No la regañó por ser demasiado directa y poco discreta, estaba acostumbrada a sus preguntas un tanto... inoportunas. Ni siquiera se esforzó en contestar con algún sentimiento parecido a la nostalgia o pasión, o recordar al marqués. 

— No, a menos que sea un anciano y pueda convertirme en su viuda después de la boda.

— No diga eso, señorita, él no es un anciano. ¿No le da curiosidad en verlo? He escuchado que es muy apuesto y presume de una salud envidiable.

— Supuestamente era apuesto antes de irse — frunció el ceño al querer recordarlo, un vago recuerdo de un joven alto y moreno se deslizó por su mente sin que su corazón cabalgara por ello. 

La otra joven se dio por vencida.

— Entonces, ¿le comunico a su padre que prefiere quedarse  en casa?

Su expresión fue elocuente y continuó con la lectura.

— Mi visita no será importante para el marqués, Jules. Si en todo caso lo fuera, mi padre se disculpará en mi nombre.  No hay nada que lamentar o preocuparse si me quedo en casa.

Jules, que quería que su dueña cambiara su estado civil, vio que su intención cayó en saco roto.

Una vez más.

Un matrimonio inesperado (borrador)Where stories live. Discover now