CAPÍTULO CUADRAGESIMOCTAVO

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Su cuerpo rebotó contra las tejas de una posada, salpicando la nieve que allí reposaba.

Los inquilinos que dormían en las habitaciones más altas se preguntarían si un caballo habría caído del cielo. Pero, ¿qué más daba lo que unos desconocidos pudieran pensar sobre aquel ruido?

Rodó hasta caer sobre las lonas de unos tenderetes ya cerrados, y de ahí, directa al suelo. Unos caballos amarrados cerca relincharon asustados, y la chica, más nerviosa que asustada, se puso en pie y con el rostro anegado de lágrimas levantó las manos pidiéndoles calma.

—Tranquilos, pequeños.

Temblando no solo por el llanto, sino de frío, se acercó a uno y en una de las alforjas encontró una pelliza que le venía que ni pintada. Se la puso, desató al caballo y cuando lo montó escuchó la joven voz de quien debía estar al cargo.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

Las puertas del Arenal se abrieron de golpe y pudo ver el rostro furibundo del capitán, que rápido la encontró en la noche, a la luz de las farolas de aceite.

—¡Allí! ¡Que no escape!

Pero ella tenía ventaja; ya estaba sobre un caballo, y no la desaprovechó. Azuzó a su montura y salió disparada en la dirección que le permitieron las calles. Hacia el sureste. Unas campanas de alarma repicaron donde el Arenal y las puertas y postigos comenzaron a cerrarse a su paso, al son del miedo en los ciudadanos.

Los cascos resonaban en las calles, y por suerte, no escuchó que aún lograran ganarle terreno.

—Ahg... —se llevó la mano a las costillas. Varias rotas, dedujo.

«No puede ser... —continuó su lamento—. No... No he podido fallarle otra vez. No estaba muerto... Y ahora... ¡No!».

La calle se estrechó y dio al verde oscuro de un pequeño hayedo. Allí la poca nieve que cayera en aquellos días cobró protagonismo sobre las copas, en los claros. Su montura se entregó, lo dio todo, y emergieron en unos campos de cultivos de trigo que los cascos comenzaron a atravesar. La nieve sobre la siembra saltaba, y una luna a medias lo iluminaba todo por delante, reflejando su luz en el blanco de las praderas.

—Al sur —dijo entre dientes—. Solo podemos ir al sur.

Y entonces escuchó los gritos de fondo. Voces que no mostraban una musicalidad entendible, tan solo dejaban patente su enfado.

Del poblado comenzaron a surgir luces de antorchas. Los soldados a caballo acompañados de otros no tan soldados. Seis rastreadores, para ser exactos. Entre los cuales se contaban Viliber y compañía.

—El pueblo se acaba —dijo el comerciante que tenía más de contrabandista y rastreador que de tal—. A partir de aquí sube el precio si la encontramos.

Una espada larga y afilada silbó hasta casi afeitar el pescuezo de Viliber.

—¡Manos a la obra, rastreador! —gruñó el capitán, fuera de sí—. O si no serás tú quien esté en la arena en los próximos Juegos.

El supuesto comerciante echó a cabeza atrás y señaló con un ademán de su mentón hacia los cultivos.

—De acuerdo, capitán. Pero si cumplo, no olvide el trato. Por aquí.

Espoleó a su montura y, tanto el canijo, como el hombre de piel oscura como la noche, seguidos de otros tres rastreadores y algo más de una veintena de soldados acorazados se lanzaron al galope.

Tiserisha ya había desaparecido tras una lejana colina, cosa que no solo Viliber pudo deducir según las huellas de su montura.

«Parece que vas a ser mi amuleto de la suerte, niña —pensó—. Voy a poder cobrar el doble por la misma presa».

TISERISHA "Tres siglos de odio"Where stories live. Discover now