CAPÍTULO CUADRAGESIMOTERCERO

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—Y así fue como terminé aquí —suspiró Tish ante sus compañeros de celdas—, contando los putos días a la espera de morir en estos jodidos juegos, donde, al parecer, ninguno de nosotros tiene siquiera una oportunidad de sobrevivir contra esa jodida Muerte.

El joven minotauro y un grupo de nueve hombres, uno en una jaula y los otros todos metidos en otra, la miraban con ojos expectantes por todo aquello que les había contado y que tocaba a su fin. 

—Joder, Chupasangre —dijo uno de los hombres—, menuda historia la tuya.

—¿Por qué has tardado tanto en decidirte a contarla? —preguntó el minotauro—. Llevamos aquí encerrados varios ciclos semanales y no has abierto la boca en todo este tiempo. Y a tres días de nuestra muerte, te pones a hablar sin parar. No lo entiendo.

Tish miró a través de los barrotes a aquel fortachón con cuernos en la testa. Tomó aire y de abrazó a sus propias piernas.

—Supongo que por fin acepto que ha llegado mi final —dijo, casi para sí misma—. Ya he logrado dejar atrás el odio. Y el duelo por la culpa ha llegado a la aceptación. Ya solo me queda despedirme del mundo, y necesitaba desahogarme contando esto a quien fuese.

—Pues es una pena que nadie lo vaya a recordar jamás —le dedicó una triste mirada el inhumano—. Aquí todos vamos a morir, vampiresa.

—Deberíah haber matao al hideputa de Viliber en cuanto lo vihte —soltó uno de los humanos del grupo enjaulado—. Si tanto queríah volver a ser una criaja.

Tiserisha suspiró, y con un atisbo de duda surcando su rostro se encogió de hombros.

—Eso —contestó el minotauro por ella— es porque no lo tenía claro, gañán. ¿No ves que todavía le asaltan las dudas?

El gañán frunció el ceño, con intención de protestar, pero al ver la corpulencia del inhumano decidió que el suelo lleno de heno impregnado en pis era demasiado cómodo como para levantarse.

—Y si no se fiaba tanto de ese Blade, ¿por qué no lo mató antes? —dijo otro, escondiendo la cabeza tras los demás al sentir el peso de la mirada de Tiserisha.

—Matar, matar —volvió a hablar el inhumano—. Vosotros los humanos no pensáis en otra cosa que matar. A los que son diferentes, porque os dan miedo. A los vuestros mismos, porque tienen más dinero o más tierras. No sabéis lo que es el respeto, el honor. —Se puso en pie empujado por la ira, se agarró a los barrotes con manos grandes y fuertes—. No sabéis lo que es pensar. ¡Mirad dónde estamos! Matáis por pura diversión, mal nacidos.

—Ten cuidado con lo que dices, engendro —dijo uno fortachón, con cara de san bernardo—. Si los tuyos no hubieran salido del infierno que provienen, no tendríamos ahora este problema.

—¿Infierno, dices? —golpeó los barrotes—. Nosotros al menos nos respetamos entre los nuestros. Pero miraos a vosotros. Los que son de vuestra misma especie os van a usar como primer plato en este jodido entretenimiento. Por pura diversión, como ya dije. —Escupió a un lado—. No sois más que escoria. ¿Y nosotros somos los salidos de esos infiernos de que tanto hablan vuestras religiones?

—¡Silencio! —golpeó un guardia los barrotes con una porra.

Un soldado, con pinta de superior, se acercó al pasillo entre las jaulas, con las manos a la espalda. Era grande como el mismo minotauro, y su armadura imponía casi tanto como su mirada. Los guardias tras él desenfundaban las porras y miraban con hambre de golpes a los presos.

El capitán habló con una voz ronca, escalofriante:

—Aquí todos sois basura. De un tipo u otro. Y la muerte es cuanto merecéis. Así que ¿qué más da cómo sea esta? Guardad silencio o seréis los primeros en salir mañana. Ya pronto acabará todo, así que no os molestéis en quejaros o amenazaros. Igual cuando los juegos empiecen solo tendréis de aliado a aquellos a los que hoy amenazáis con la muerte.

El inhumano bufó por los ollares, tomó asiento de nuevo contra los barrotes. El capitán detuvo los pasos frente a la jaula de Tiserisha y la miró con ojos de pez.

—¿Cuántos años tienes?

—Muchos más de los que aparenta —dijo uno de los presos con una risa nerviosa. Se llevó un buen rapapolvo en el hombro que lo hizo caer aullando de dolor.

Tiserisha lo miró, el ceño fruncido de enfado. No contestó. El capitán no le quitó de encima aquella mirada inquietante de pez.

—Los tuyos en especial son los que menos me gustan —roncó su voz—. No hay día que no desee veros caer uno a uno bajo mis pies. Me debéis dos vidas —apretó los dientes sin percatarse, llevado por algún frío recuerdo—. Y tarde o temprano me las cobraré con la de todos los tuyos.

—Suerte... —dijo Tish sin echarle apenas cuenta.

El metal del guantelete golpeó el de los barrotes y el resto de presos dieron un respingo.

—No, chupasangre —gruñó el hombretón—. La suerte la vas a necesitar tú mañana. Yo estaré mirando cómo te destripan viva.

Se oyeron los rugidos, los golpes, las voces extrañas en los habitáculos contiguos. Sonidos que puso la piel de gallina a los diez hombres enjaulados allí.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó uno.

El capitán podría haber mostrado los dientes. Podría haber sonreído ante aquel miedo que flotaba en el ambiente. Pero el asco y la rabia que sentía por un ser como Tiserisha no le permitió más que apretar esos dientes y tragarse junto a su saliva las ganas de matarla allí mismo.

—Al parecer —dijo el capitán, tomando distancia de la jaula, mirando las dos vacías que quedaban en aquella cámara—. Aún sigue llegando escoria para los Juegos. Esta temporada promete ser divertida.

Y esta vez sí que se permitió sonreír un tanto al mirar a la niña enjaulada.

Unos guardias entraron en la estancia, el sonido de las cadenas arrastrando por el suelo. Llevaban consigo a dos especímenes nuevos, como bien había predicho el capitán, y arrastraron sus cuerpos inconscientes hasta las dos jaulas que quedaban libres. Ni Tiserisha ni el minotauro se molestaron en mirar. Cosa que sí que hicieron los diez humanos, soltando al punto gritos de pavor ante lo que veían.

—Ese ahí —indicó el capitán señalando al más corpulento de los dos encadenados—. No me fío de que alcance a alguno de los presos humanos. Ponedlo en la del fondo, o mataría a alguno antes de lo que toca y pondría el suelo perdido.

Ya fuese el grandullón con cara de san bernardo, el que recibió un sopapo o el gañán, ninguno puso objeción a la orden del militar, arrinconándose todos al otro extremo de su jaula.

Los guardias tiraron en el interior de una jaula a un tipo tatuado, y en la otra a un hombre corpulento que no tenía cabeza. Aunque a decir verdad no se podía negar que tuviera rostro, pero lo tenía en pleno torso, con una boca desmesurada llena de dientes podridos.

—Joder —dijo entre dientes uno de los diez—. Pero, ¿qué coño es eso?

Tish miró un segundo por encima de sus rodillas y, con voz desganada, contestó a la pregunta:

—Eso era un blemio, ¿no, hombre-toro?

El minotauro la miró, después hizo lo mismo con el blemio allí dormido sobre el firme, y asintió.

—Eso es —dijo.

—Joder —dijo el san bernardo—, que asco da el hideputa.

—¿Y el otro?

Tiserisha miró al segundo invitado y, entonces, el corazón le dio un vuelco.

—Al parecer —dijo el capitán con una sonrisa que esta vez sí lucía en su máximo esplendor—, voy a tener esa suerte que me has deseado. —Tish reconoció no solo los tatuajes de aquel preso tirado en el suelo, sino su rostro también—. Mañana seréis dos chupasangre los que moriréis bajo mi satisfecha mirada.

Y rompió a reír mientras marchaba.

—Blade... —rugió la voz de la chica.


***


NOTA: ¡Sorpresa! ¿Quién, a parte de Tish, quiere matar a ese bastardo? Porque yo me apunto.

TISERISHA "Tres siglos de odio"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora