CAPÍTULO TRIGESIMOTERCERO

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Del viaje que hicimos hacia el norte, más allá de los Picos Blancos, donde reinaba la hilera de montañas llamada los Montes del Norte, no recuerdo gran cosa. Sé que fue un camino largo, tortuoso. Que un olor nauseabundo restallaba constantemente en mis fosas nasales. Que me llevaron al hombro, a rastras, como si fuese un saco de patatas. Los escuché quejarse, pelearse entre ellos, comer como bestias. No veía más que siluetas a través del saco de arpillera con que me taparon la cabeza. Tela rasposa que se mantuvo húmeda todo el viaje debido a mi inconsolable llanto por la pérdida de Yakull.

Y es que mis fuerzas no volvían a mí. Era como si me hubieran arrancado el espíritu y se lo hubieran dado de comer a los gusanos. Fue en una conversación de esos perros con el hijo de puta de Blade cuando escuché el motivo de mi debilidad. Se trataba de cierto ungüento que esas brujas les habían entregado, y que no dejaban de restregarme por el rostro cada vez que tenían ocasión. Ese olor... Ese maldito olor... Y ese dolor en el alma...

Los ciclos semanales pasaron, apenas me daban de comer. Podía sentir la mirada de ese niñato cabrón cada vez que la comitiva detenía el paso para descansar. No fueron muchas. Esos lobos tenían un aguante sobrenatural. Siempre supe que eran más fuertes que nosotros, pero pocas fueron las veces que pude comprobar con mis propios ojos cuán resistentes eran. Desde aquella vez... Desde aquella en que tuve que acabar con la vida de mi propia her...

De ellos mismos supe que aquella bruja, junto con a quien llamaban Baalseboth y sus huestes de diablos, estaban ya abandonando Corinta en dirección Este. Que Madelane tenía ya un plan para acabar con Lucero. Recuerdo cómo me pregunté una y otra vez qué coño podrían hacer esas brujas para acabar con alguien tan poderoso, tan veloz. Fuera como fuese, os digo que esa arpía tenía que ser más inteligente de lo que cualquiera podría pensar. Porque la solución no estaba en ser tan poderoso, ni tan rápido. Y ella lo sabía...

Pero de eso no es hora, pues si me adelanto, os echaré a perder la historia. Y puesto que estamos a dos días de mi muerte, qué mejor forma de esperar que reviviendo el pasado. Entreteniendo a la plebe que se pudre aquí, conmigo. Mis últimos... ¿amigos? Jaja. No sé ya ni qué mierdas digo.

En fin, chicos, ¿por dónde iba...? Ah, sí. Cuando llegamos a esas putas montañas, donde el frío y la nieve eran tan crueles como un desollador pervertido. El lugar perfecto para morir, ya fuese congelada, o a manos de mis peores enemigos. Y donde el paso del tiempo cobró un sentido nuevo para mí, uno aterrador.


***


—¡Y una mierda!

Tiserisha despertó por aquel grito, y fue entonces, aturdida, cuando fue consciente del constante murmullo de jadeos, gruñidos y aullidos que la rodeaban.

Comenzó a despertar de verdad.

Su adrenalina trató de dispararse, pero cierta debilidad no la dejó espabilar del todo, y, como un muñeco de trapo, comenzó a mirar en todas direcciones. A darse cuenta de que estaba en una enorme gruta, a sentir las gruesas cuerdas que la mantenían atada a aquellos dos postes cruzados y clavados en la piedra.

El sudor le caía por el rostro, se perdía en su cuerpo desnudo y sucio. El olor a perro y a aquel ungüento la destrozaba por dentro. Podía sentir la testosterona de la ingente cantidad de licántropos que se congregaban a su alrededor, observándola, mostrando las encías, gruñendo el deseo de verla morir.

Y entre todos aquellos enemigos, pudo reconocer a quien le dio un soplo de aire fresco. Una esperanza que al final fue tan vacua como una nube.

—Sandra... —balbució, colgando su cuello sin fuerzas.

TISERISHA "Tres siglos de odio"Where stories live. Discover now