Capítulo 51

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   Thomas Lynx se despertó convulsionado, la sábana pegada al cuerpo

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   Thomas Lynx se despertó convulsionado, la sábana pegada al cuerpo. El dormitorio estaba en penumbras, apenas iluminado por el globo de vidrio junto a la cabecera de Elven, que dormía a su lado. Temblando todavía, se pasó una mano por la frente transpirada, y apartó las mantas.

   Era la primera vez, desde que ella lo rescató, que soñaba con la montaña de los Ladrones de Tiempo, los brujos que lo habían comprado para pagar la traición al Centro de Ribinska.

   Y no se trataba de un sueño cualquiera, de un sueño descabellado; muchas veces, la realidad es más descabellada y pesadillesca que las propias pesadillas. Y lo que acababa de soñar era, en verdad, el recuerdo vívido de la tortura a que lo habían sometido los brujos, los Ladrones de Tiempo, durante casi doscientos años.

   Cerró los ojos, tratando de no rememorar aquello. Pero era imposible.

   Se vio arrodillado delante de aquella pared de roca gris, levantando la cabeza hacia el muro ennegrecido como por mil fuegos eternos. A su izquierda, Exan Deil trazaba en sentido vertical, sobre la roca y con un carbón rojo, una serie de runas. Un destello surgido desde la misma ladera fue remarcando los contornos de esas runas, y alrededor de ellas fue cobrando cada vez más entidad la forma de una puerta. Después, cuando el Cazador abrió esa puerta, sobrevino para Thomas un infierno de hierros candentes, de apaleamientos, de latigazos, de descoyuntamientos. Y también, como brujos, los Ladrones de Tiempo eran expertos en doblegar la voluntad con la tortura psicológica más oscura, aquella que provocaba un dolor indecible: el del sentido de la propia insignificancia, de la displicente vacuidad de la vida, de la futilidad de todo. Así debía de haberse sentido el demonio, envuelto en la soledad más absoluta, en la insipidez más eterna.

   Thomas se preguntó cómo había él sobrevivido a tales horrores, después de años de olvidar quién había sido en el mundo de los vivos.

   Y allí, afortunadamente, terminaba el sueño, un calco de lo que había sucedido en la realidad. Jamás pudo preguntarle a su excamarada Cazador por qué le habían elegido tan siniestros castigos, desproporcionados para su culpa de haberse enamorado de una vampira. Y la pesadilla tampoco le aportó ninguna clave.

   Se miró las manos, rejuvenecidas gracias a la magia de su dulce Elven. Hacía pocas lunas que había recuperado la apariencia y la fuerza física que le habían robado aquellos brujos. Incluso habían desaparecido las cicatrices que recordaba de su época de formación en el Centro de Ribinska. Pero sabía que todo lo recuperado era temporal: la única forma de retenerlo implicaba, según Elven, convertirse en un Señor de la Noche. La sola idea de imaginarse bebiendo sangre le revolvía las tripas. Él sabía que los vampiros, como los humanos, tenían sus propias debilidades. Y también sabía que esa conversión no era el único camino de escapar a la muerte.

   Exan Deil, por ejemplo, seguía con vida década tras década, haciendo de las suyas en el resto de la región. Cuando él fue rescatado por Elven hacía un año y medio, se creyó libre de la sombra del Cazador. Pero Exan Deil seguía acechándolo. ¿Quién era, qué era realmente aquel Cazador? Seguramente habría firmado un pacto con la Oscuridad para perpetuar su existencia.

   Y no sería extraño que alguno de sus compañeros de armas también. Por ejemplo, aquel abogaducho, ese Tádef Dómac. Cuando él regresó al mundo de los vivos, supo que Dómac había recibido, por accidente, los efectos de una maldición de inmortalidad. Y no había sido el único: otros aliados del Cazador también habían recibido ese castigo.

   ―Gente muy peligrosa ―dijo en voz alta, y era una suerte no haber despertado a Elven.

   Se levantó y rodeó la cama. Alzó el globo de vidrio y contempló la diminuta esfera de luz que flotaba dentro, sobre unas gotas de sangre ya seca. Elven le había enseñado a crear luz a partir de la energía vital de los seres vivos, y la sangre era un excelente vehículo. Él jamás pondría en práctica algo como aquello, no se mancharía las manos degollando corderos o cabritos. No lo haría ni para crear esferas de luz sanadoras, ni para leer el porvenir en las entrañas. Él era capaz de dispararle a sangre fría a un marcado, pero nunca podría lastimar a un animal. Depender de semejantes prácticas lo acercaba a las entidades oscuras que él se había jurado eliminar el día en que se convirtió en Cazador.

   Pero todo era relativo: irónicamente, ahora mismo convivía con uno de esos entes.

   ―Mi dulce Elven ―murmuró Tom, devolviendo el globo de luz a la mesa auxiliar―, jamás seré tu aprendiz. Tus artes mágicas no son de mi incumbencia.

   Últimamente, su amada se había mostrado insistente en enseñarle lo básico de las artes oscuras de la extinta Hermandad de Sangre. Hasta le había contado de su antigua maestra y líder en la orden, antes de eso Hechicera del Extinto Reino de la región, según supo tardíamente la misma Elven.

   ―Tonterías de mujeres ―dijo él, como si estuviera solo, y volvió a acurrucarse con las mantas junto a Elven, que dormía.

   Pero, cuando la abrazó, ella soltó una risita velada.

   ¿Lo habría oído? O tal vez le habría leído la mente.

   Nada se le escapaba a la vampira.

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Venganza y Despertar ||| Libro 1 de Sombras de CondenaciónWhere stories live. Discover now