Edwin (IX)

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  • Dedicado a Osvaldo Antonio Castro Sifontes
                                    

Corazón miedoso, alma valerosa

—Para de contar —todo estaba sumido en la oscuridad. Podía ver los rostros de miles, millones de personas y a la vez no ver nada; escuchaba cientos de voces pero no escuchaba nada. Todo se había detenido para él, el tiempo transcurría tan lentamente que podía cada cabello de Sarah Hellen ondular entre la ceniza. El corazón de Divad latía cada vez con menos fuerza, eso también lo escuchaba. La respiración de Rhaban, mientras combatía con el maestro de conjuración. Escuchaba todo y a la vez nada, pero sobretodo estaba esa voz; la voz que siempre le había acompañado, la voz que le indicaba las palabras que tenía que usar en cada momento. Su voz y a la vez la voz de otra persona—. ¿Por qué seguimos aquí?

—No se mueven —observó Edwin.

El mundo daba vueltas, pese a que no podía ver nada.

—Están detenidos, pero siento que se mueven, siento que todo da vueltas —dijo el pequeño zorro—. Y tengo miedo.

—Podemos huir —propuso su mente—. Seguro que podemos hacerlo. Soltemos al chico.

Edwin miró sus brazos; tenía dos manos, dos brazos . Estaba completo, era él. Podía ver las arrugas de su envejecida piel y también la rojez de su piel de recién nacido. El tono de su piel era negro cual noche oscura y blanca como la nieve del invierno. En ellos sujetaba a Divad, que lo observaba con la mirada apagada; la sangre caíga de su espalda y escurría por los brazos del pequeño zorro.

—Se llama Divad —recordó—-. Él es mi amigo.

—¿Cuántos amigos hemos tenido? Él no importa, al igual que no importaban los demás —volvió a incitarlo para que huyera.

—¿Cuántos? —preguntó Edwin—. ¿He tenido amigos?

Cientos de rostros pasaron por delante de él. Conocía bien a cada uno de ellos, pero eran totales desconocidos para él. No conocía a nadie, ni siquiera podía recordar sus rostros; eran como las hondas que deja una piedra tras caer en el agua. Claras y efímeras.

—Uno, dos, tres —volvió a contar el pequeño zorro.

—Para de contar —dijo la voz.

—¿Cuántas veces he contado? —preguntó Edwin, que sentía como si flotara. De repente Divad no estaba en sus brazos, solo el esqueleto del que había sido su amigo—. ¿Cuánto tiempo llevo contando?

—Desde que naciste —reveló la voz—. Desde el primer instante en el que viste la luz.

El esqueleto se convirtió en polvo.

—Tengo miedo.

—Siempre tenemos miedo —le recordó la voz.

—No siempre —se defendió Edwin—. ¿Recuerdas aquella vez? —preguntó el pequeño zorro, sin saber bien a que situación se refería; quizás nunca hubiese ocurrido. Seguramente se tratase de otra sombra en el camino, una más de las que poblaban su tempestuosa vida.

—Siempre tenemos miedo, siempre —volvió a repetirle la voz.

—No quiero tener miedo.

—No queremos tener miedo —repitió la voz—. Eso sería lo ideal.

—uno, dos, tres, cuatro —volvió a contar el pequeño zorro.

—¿Por qué contamos? —preguntó la voz, a pesar de que la pregunta querría hacerla Ed—. Siempre estamos contando.

—No puedo evitarlo. Cuento para recordar —se excusó Edwin—. Para recordar cuento.

—¿Qué recordamos? —la conversación iba cambiando hasta el punto de que el que hacía las preguntas no era el pequeño zorro sino la voz que habitaba en su interior.

El legado de Rafthel I: El señor del sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora