Gildarts (I)

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GILDARTS

El hombre que todo lo ve

Despertó bañado en un sudor frío como la nieve. Otra vez había vuelto a tener esos extraños sueños, antes se repetían una vez al mes, pero últimamente casi ninguna noche se libraba de ellos. Asahina Gildarts había combatido en cientos de combates, era reconocido en todo el imperio como uno de los mejores shugenjas pero todas las noches se sentía como un niño asustado y desvalido al despertar.

En sus sueños se encontraba en un prado infinito de hierba verde, daba igual hacia donde dirigiese sus pasos, siempre se topaba con el mismo rebaño de ovejas pastoreadas por el mismo pastor: un hombre ciego con una venda negra. Al principio no le dio importancia pero el pastor le contaba cosas que finalmente se acabaron cumpliendo, pero lo que más miedo le daba no era el hecho de descubrir que podría pasar sino las palabras que no comprendía, aquellas palabras que tal vez le estuviesen avisando de un peligro que él no era capaz de ver o tal vez solo fueran palabras sin sentido que su cabeza crease para torturarlo.

Después de meditar largo y tendido sobre el colchón de pieles se vistió con la túnica azul celeste que todos los shugenjas de la grulla llevaban, él podía elegir no vestirla dado su nivel pero prefería hacerlo, le recordaba que antaño no era El hombre que todo lo ve sino un simple chiquillo en busca de conocimientos.

Una vez vestido y habiendo desayunado un poco de pescado con zumo de uvas se dirigió hacia los jardines del palacio Asahina donde le estarían esperando sus compañeros.

Los jardines Asahina era lo más bello que había en todo el territorio grulla del sur, que no se caracterizaba precisamente por su extensión. Las grandes familias de la grulla vivían a cientos de millas y solo la familia Asahina había quedado separada geográficamente de sus aliados. Gildarts cruzo la gran fuente que recorría toda las extensiones ajardinadas de palacio, al final del mismo se encontraban Matutsen y Khram, dos de sus compañeros de toda la vida.

Matutsen era el líder del grupo, un samurái diestro en el combate, fiable y sobre todo un hombre que sabía siempre lo que hacía. El hombre de hierro como lo llamaban en el clan tenía una constitución fuerte incluso en su cabeza, que la mantenía siempre rapada; el único cabello que mostraba era el de su espesa barba teñida de blanco.

Khram en cambio era más delgado y escuchimizado, era junto a Gildarts el único no humano del grupo así que sus comienzos fueron difíciles para ganarse la confianza de los demás, no así fue con Gildarts ya que los hombres espíritu estaban más integrados en la sociedad que los hombres bestia. Su pelo era negro y corto, aunque solía taparlo con un pañuelo rojo, cuando se transformaba en animal adquiría la forma de un gato negro, lo cual lo hacia un excelente infiltrado.

—Ya era hora de que llegaras Asahina —replico Matutsen, que odiaba esperar, aunque él solía ser el último.

—Perdonad mi retraso, no tenía intención de demorarme tanto.

—Otra vez esos sueños ¿eh? —Khram solía preguntarle a diario, a fin de cuentas el dominio de la información era su trabajo y conocer el futuro era algo muy tentador para el hombre gato.

—No, ha sido una noche tranquila —mintió.

—Dejad de hablar de sueños y vámonos ya —Matutsen como de costumbre no era muy dado a hablar de nada que no tuviese que ver con la misión.

Gildarts guardo silencio y siguió al capitán Daidoji mientras que Khram soltó un bufido y también los siguió  resignado. A pesar de la distancia geográfica en los sótanos del palacio Asahina había un teletransporte que llevaba directamente al castillo feudal en el corazón del territorio Grulla del norte. Por desgracia El Hombre de Hierro no estaba muy a favor de la magia así que les tocaría cabalgar durante cuatro días y descansar en las tristes posadas para viajeros que había de camino. Para Gildarts era un problema, después de noventa años de servicio lo que más odiaba era tratar con gente sin sangre noble, eran demasiado rudos y si descubrían que era un hombre espíritu empezarían a molestarlo con preguntas absurdas sobre cuando viven los de su raza; para Khram podía aplicarse lo contrario, adoraba esos lugares porque siempre podía pasar un buen rato entre las piernas de alguna pueblerina ingenua o cualquier ramera del lugar. "El mundo es una huerta, y yo soy el que debe sembrarlo" decía cada vez que agarraba a una mujer de la cintura para llevársela a su cama.

El legado de Rafthel I: El señor del sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora