Zagi (XV)

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Oscuros presagios

—Vamos, vamos —apremiaba el pequeño cangrejo a su aprendiz—. No me iras a decir que esto es demasiado para ti.

—¡Maldición! —Chilló Hochiu—. Puede que estés loco pero no vas a vencerme en esto.

El entrenamiento de aquel día consistía en que el mamono aguantase, atado a una silla, sin caer al vacío desde el tejado de la cabaña de Zagi. En las tres veces anteroriores que lo habían intentado, el resultado había resultado catastrófico, dejando al pobre Hochiu con dolorosos moratones e incluso alguna lesión. La habilidad del mamono para morir y resucitar había sido crucial en su recuperación.

—Cuando te deje caer tendrás aproximadamente un segundo para desatarte y caer de la mejor manera posible —recordó Zagi al mamono; para todas las pruebas, Zagi había impuesto que Hochiu tuviera una forma humana y que no fuera la de cualquier conocido del pequeño cangrejo. A excepción de las pruebas más duras donde le permitía tomar la forma de Stukeley para ver al encantador de serpientes fracasar—. Y con que caigas de la mejor forma posible, no quiero decir que te dejes los sesos contra el suelo. Sería una escena violenta.

Hochiu aguardaba, sentado en la silla que Zagi sujetaba con un improvisado y pequeño mecanismo de poleas que el mismo había diseñado. La silla se mecía con el único apoyo de sus patas traseras y, de un momento a otro, el mamono caería una vez más.

—¿Listo? —preguntó Minuri Zagi; Hochiu asintió con una sonrisa impaciente—. Bien. A la de una, a la de dos... —y soltó la cuerda, haciendo que el mamono no tuviese tiempo de reaccionar. El pequeño cangrejo se acercó al borde del tejado para ver el estado en el que se encontraba su peculiar discípulo.

—¡Maldito bastardo! —maldijo Hochiu—. No has contado hasta tres.

—Si un enemigo te dice que atacará a tus piernas, ¿vas a protegerlas con mayor atención que tu cuerpo? —le preguntó Zagi, con tono misterioso—. Yo no lo haría; sería algo muy, muy estúpido.

El mamono volvió al tejado de un solo salto.

—Esos trucos no funcionan conmigo, maldito humano. Ni siquiera te podrías considerar un hombre en pleno derecho, ¿qué clase de samurái del cangrejo eres?

—De los que no hay, es decir, de los que piensan —aquel comentario hizo soltar una carcajada al mamono.

—Sí. Eres un cangrejo poco común —reconoció Hochiu—. ¿También tienes un sabor especial?

—Especialmente malo, espero —observó Zagi mientras utilizaba las poleas para subir la cesta que le había subido hasta el tejado.

Hochiu cortó la cuerda antes de que el cesto llegase hasta arriba.

—A ver cómo te libras de esta —el mamono bajó de un salto, dejando a Minuri Zagi encima del tejado, sin saber que decir o hacer.

El pequeño cangrejo trató de arrastrarse hasta alguna parte donde el salto no fuese demasiado alto para su maltrecha pierna. Pero no encontró ningún lugar en ese tejado que le permitiese bajar con cierta seguridad.

—Vale, muy gracioso, Hochiu —dijo sarcásticamente Minuri Zagi. Miró a su hermano, contaminado por la oscuridad de las tierras sombrías; antes siempre podía confiar en su gigantesca altura para que le ayudase a sortear tales obstáculos. Ahora su hermano era menos que un vegetal, era un monstruo incapaz de proporcionarle cualquier tiempo de ayuda.

Después de un buen rato, el sol empezó a asomar; si Hochiu tenía cualquier intención de ayudarlo, los rayos del sol lo convertirían en una empresa de incierto futuro.

El legado de Rafthel I: El señor del sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora