El niño prodigio

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EL NIÑO PRODIGIO

Uno entre un millón

La día era caluroso, el sol hostigaba los campos, los bosques, los mares con su candente presencia pero nada había más frío y falto de luz que el espíritu del niño que caminaba sin rumbo en el pueblo que había a las orillas del río de plata. Todo los miraban, y el joven de cinco años era capaz de ver la pena en sus ojos. Tenía la boca seca y los labios agrietados. Sus pies, llenos de ampollas, apenas eran capaces de mantenerlo en movimiento por mucho más tiempo, de no ser por el deseo vital de encontrar algo de agua potable y algo de comida que llevarse a la boca.

El murmullo de los aldeanos era incesante, al principio eran pocos lo ojos que se clavaron en él, pero conforme su andar se iba haciendo más pesado también aumentaban las miradas, el niño habría deseado que alguien hubiese actuado antes de que cayese sin fuerzas al suelo, saboreando la tierra y sin poder moverse; respiraba por la boca porque su nariz era incapaz de darle el aire que sus pulmones necesitaban. Quizás había estado caminando durante horas o quizás días.

—¡Chico! —gritó una voz varonil y malhumorada, pero que al niño le pareció un susurro angelical— ¡Chico!.

El niño sintió el tacto de unas grandes manos que lo levantaron en el aire como si de un muñeco de papel se tratase, fue el momento más cálido que había sentido hasta ese momento, fue como el abrazo de una madre después antes de que el sueño se apoderase de él.

Despertó con la sensación que más añoraba, la de una buena cama, blanda, cálida y suave; intentó hablar, buscar a alguien pero su voz sonó agrietada y aunque un centenar de palabras le venían a la cabeza no encontró ninguna que se adecuase a lo que quería decir. En realidad no sabía que tenía que decir, quería llamar a alguien, que vinieran a ver y le trajesen algo de comida; sus labios volvían a estar húmedos pero su estomago protestaba sin cesar como un león que ruge en mitad del silencio.

No tardó mucho tiempo la puerta en abrirse, la habitación que estaba casi en la oscuridad absoluta se ilumino con la delicada luz de una vela que una mujer castaña portaba en sus finas manos. El sonido de sus pasos eran como una dulce melodía para los oídos del niño, que deseaba desesperadamente que alguien llegase, tenía que pedir su sustento vital aunque en aquellos instantes desconocía que palabras tendría que utilizar.

La mujer se paró junto a él, y de su delantal sacó una hogaza de pan, acercó una silla y se sentó junto a él, alisando sus ropas y partiendo pequeños trozos de la hogaza con las manos. El niño miraba los trozos de pan con los ojos muy abiertos, sin perder ni un solo detalle, no había migaja de pan que no pasase por su atenta mirada antes de ir a parar al suelo.

—P-a-n —deletreo con dificultad el niño, que sentía un dolor penetrante en la garganta cada vez que le daba uso a sus cuerdas vocales.

La mujer lo miró con una sonrisa amable, tenía unos ojos negros en los que el baile del fuego de la vela se reflejaba con suma gracilidad. Tendría entre veinte y treinta años ; una cara redonda y limpia, algunos mechones de su pelo castaño caían sobre su frente lo que la hacía parecer más cansada de lo que sus movimientos decían.

—Espera aquí —le puso una mano en el hombro al niño, el tacto de su mano hizo que su estomago dejara de rugir por unos instantes— voy a por un poco de leche para que puedas pasar mejor el pan.

El niño buscó dentro del caos, que se había apostado en su cabeza, una palabra con la que pudiese mostrar su agradecimiento pero no encontró nada; tenía millones de palabras en su cabeza pero no conocía el significado que tenían. Cuando la mujer se marchó se llevó con ella la vela y la habitación volvió a quedarse sumida en la oscuridad, el niño era capaz de sentir su peso, como si de una losa de piedra se tratase. Una amargura profunda se instaló en su corazón.

El legado de Rafthel I: El señor del sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora