Garren (IX)

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GARREN

Acero, roca y mar

Después de tanta espera al fin había llegado el día esperado por el ex-caballero: la ausencia con el rey.

Había vuelto a la casa de Theodor una docena de veces para contarle que lo había conseguido, que había logrado entrar en la lista de espera, pero el chico que lo había salvado de la tormenta había desaparecido de la faz de la tierra junto a su familia, una familia que Garren Scorpio nunca llego a conocer.

«Quizás no era más que un ladrón que entro en aquella casa —supuso Garren después de pasar dos noches a la intemperie—. El temporal es cruel con todos, justos e injustos».

—Siguiente. —Anunció el guardia armado que había en la gigantesca puerta del castillo; era una puerta de cristal, con el rostro de cientos de reyes muertos esculpidos en ella.

Garren avanzó medio metro, «ya queda menos», cada vez que el espigado guardia pronunciaba las palabras mágicas todo el mundo avanzaba y el primero de la fila desaparecía para reaparecer un tiempo después; algunos volvían del castillo con la felicidad plasmada en su rostro, otros volvían con lágrimas en sus ojos y unos pocos no volvían a salir. Si Garren tenía que hacer caso de lo que se comentaba en la fila, conseguir el favor de Anthony Gray no iba a ser tan fácil.

«Tendré que vigilar mis palabras y mis formas —Garren era consciente de que el incidente del otro día no le traería nada bueno—. No creo que haya llegado a sus odios, pero si es así me uniré al grupo de los que no vuelven a salir».

—Siguiente. —Volvió a anunciar. Esta vez no salió el anterior.

«Cuando llegué aquí el sol estaba por salir, ahora esta por descansar, solo necesito tres más».

Le hubiese gustado tener algo de valor que poder ofrecer a una de las tres personas que había delante de él; una mujer embarazada, un hombre que por su hedor debía ser pescadero y un hombre al que le faltaba una oreja. Pero dormir en la calle tenía otros problemas, además del frío y el viento, y Garren ya no tenía nada más que la ropa que llevaba puesta. Ni espada, ni escudo, ni armadura.

«Nada queda del hombre que fui —recordó todo su viaje y casi se echa a llorar al recordar lo acontecido en Arbolquia—. No, ya he superado eso, no puedo venirme abajo».

—¿Estas sordo? —le espetó un anciano que tenía detrás—. Vamos avanza.

Cuando Garren quiso darse cuenta la mujer embarazada corría calle abajo, desconsolada, «no ha conseguido lo que quería», comprendió.

Garren avanzó, esperando que la próxima vez fuese igual de rápida pero que el próximo que saliera pudiese hacerlo con una sonrisa en los labios.

El tiempo pasaba y el pescadero parecía que nunca saldría de allí; el sol se escondía entre los edificios más altos de Hidraqua y el mar se tornaba rojo. Las personas que ocupaban los últimos puestos de la fila comenzaban a dispersarse, su tiempo se había agotado. Garren sabía que tendrían que volver a pedir una audiencia, que quizás no volvieran a darle, pero así funcionaba el poder.

«Al menos su rey les da motivo para conservar la esperanza —había servido lo suficiente al orden de Morgadíl como para saber que allí las cosas eran diferentes—. Pero una esperanza vacía es aun peor que una dura realidad».

Por fin salió el pescadero con una bolsa en las manos y una sonrisa que casi parecía mostrar al mundo todo lo que había conseguido.

«Pronto acabara muerto en algún callejón y la bolsa estará vacía».

El legado de Rafthel I: El señor del sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora