Wanageeska, el Espíritu Blanco, era una mujer de avanzada edad que caminaba encorvada, agarrada al brazo de su sobrina Zaltana, Alta Montaña, sin levantar la vista del suelo. Era diminuta, de acuerdo con su ancianidad, y que estuviera encogida sobre sí misma mientras los presentes en el gran tipi se arrodillaban ante sus mocasines ocres, aumentó la sensación de que tenía enfrente a una suerte de reliquia, una escultura griega expuesta en los grandes palacios de la monarquía francesa, un tesoro que aterraba siquiera acariciar por miedo a que estallara en pedazos. Tragué saliva e incliné el rostro hasta que mis pies fueron lo único que ocupó mi campo de visión.
—¡Los espíritus te guíen, Madre! —exclamó Nahuel, agachado al igual que el resto.
La sachem —como descubriría después— era llamada Madre en ocasiones y su séquito, formado en su totalidad por mujeres, llenó la tienda por los laterales.
—Levantaos. Levantaos, por favor —fue lo primero que dijo Zaltana. Durante los cortos segundos en los que había podido mirarla, advertí su baja estatura y rostro achatado—. Levantaos, hermanos.
El júbilo de las huestes del exterior contrastaba con el respetuoso silencio del interior. Nadie se movió.
—Levantaos —permitió Nahuel.
Ishkode hincó la rodilla y siguió al líder hurón sin titubear. Poco a poco, y no sin cierta inseguridad, nos erguimos. Tenía un hormigueo en la columna que intenté disimular bajo una expresión hierática.
—¿Ha sido un viaje largo? —se adelantó un par de pasos. Zaltana contuvo una media sonrisa. Supuse que rondaría los treinta años y no era agraciada. Habiendo renunciado a los placeres mundanos, nada en ella destacaba, se asemejaba a una mancha gris sobre un colorido paisaje. Poseía aquella aura intransitable propia de las religiosas—. No podíamos acometer nuestra empresa sin el beneplácito de la gran sachem. El consejo de los cinco no posee jurisdicción sin el amparo de sus ojos. Gracias a los cielos que la tregua ha traído el majestuoso recuerdo de las prácticas de nuestros ancestros.
—Estarían orgullosos de que por fin os hayáis unido, a pesar de vuestras diferencias.
Wanageeska alzó los ojos, siendo despertada de sus pensamientos por la voz de Nahuel, y el corazón me dio un vuelco al darme cuenta de que era ciega. Ambas pupilas, franqueadas por pliegues arrugados, eran blanquecinas. Me pregunté si habría nacido invidente o habría sido consecuencia de la senectud.
Él dio un respingo cuando tanteó con las manos hasta llegar a su rostro. Zaltana lo aproximó por la espalda para que su tía no tuviera que esforzarse en demasía. Seria, palpó sus facciones, acostumbrada a la oscuridad. Yo estaba confundida, sudando, pero supe que aquello era un acto sagrado que no había sucedido en seis décadas y aguanté la respiración. Tras unos minutos que nadie se atrevió a interrumpir, sonrió por un lado de la boca, apretándole un moflete como si fuera un infante, y rompió el silencio hablando en una lengua que me fue ajena.
—Madre está encantada de conocerte, Nahuel, gran jefe de los hurones. Te ha visto bailar en el humo desde que eras un niño. Tu llamada vino acompañada de una horda de caballos salvajes en las cordilleras —tradujo Zaltana.
"Ninguno de ellos entiende su idioma", pensé. Me empequeñecí al darme cuenta de que el hombre que consideraba más sabio del mundo, aparte de Honovi, estaba pálido, en cierto modo superado por la emotividad de la situación. Wanageeska, divertida, le dio dos toquecitos a su sucesora para que le presentara a los demás líderes, como si estuviera disfrutando de una familiar velada con nietos desconocidos. La aparente jovialidad de su carácter me tomó por sorpresa, ya que había esperado hallar a un ser regio, seco, no cercano.
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Waaseyaa (III): Despierta en llamas
Historical Fiction"El tiempo de los vivos se dilata en el cielo y el cielo es eterno. A los ojos de los ancestros, nuestras acciones son como el mísero aleteo de una mosca. Una década siempre es ayer. El mañana una repetición enunciada ante la pira. Las llamas me...