Goshkozi - Ella está despierta

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El vaivén de las olas del mar, insubordinado a la lenta cadencia del atardecer, era aire para mis pulmones encerrados en una botella de cristal lanzada a la deriva. Su mensaje, inscrito en tinta invisible sobre una cinta, era devuelto una y otra vez a la orilla.

Debía de regresar a casa. Florentine necesitaría ayuda con las frutas confitadas. Sin embargo..., el océano que se extendía ante mí, libre, incorruptible, era una tentación difícil de ignorar. Desde la llegada de Namid, mis paseos vespertinos por la costa se habían visto mermados, a pesar de la melancolía traída con sus doradas pupilas.

Hubiera deseado desentrañar los secretos que brillaban más allá del horizonte, sobre la línea anaranjada del sol que se escondía tras una puerta imposible de cruzar por el hombre. El agua espumosa bañó mis zapatos y el bajo del vestido. Cerré los párpados, disfrutando de su tacto húmedo en las medias de lana. Susurraba.

—Le dije que estaría en la playa —proclamó Florentine cuando entré en el comedor en silencio. Antoine estaba sentado en el diván, junto a la chimenea, leyendo, y levantó la vista—. ¡Mire cómo se ha puesto, señorita! ¡Vayamos a cambiarla antes de que se resfríe!

Mi cabello estaba enredado por la brisa marítima y sostenía el calzado con la mano derecha. Al advertir mi apariencia despreocupada, mojada hasta la altura de las rodillas, el arquitecto esbozó una sonrisa tierna. En el alféizar de la ventana, aguardando la lluvia a punto de caer, Namid viró el rostro hacia mí.

—¿Ha andado hasta aquí descalza?

Estaba serio, con aquella expresión entre enfadada y socarrona, mas se sobresaltó al tiempo que me aproximaba a la mesa de centro, arrastrando el pesado faldón empapado con la ayuda de la mano izquierda y dejando al descubierto los tobillos. La imagen de una joven decidida a encerrarse en una jaula, pero demasiado indómita para los barrotes impuestos, le aceleró el pulso, tiñéndole las mejillas del intenso fuego de los astros soñolientos.

—Te he traído unas conchas, Antoine.

Me desperté bruscamente al notar cierto zarandeo proveniente del mundo real. Abrí los ojos, confundida por la dulzura de la que solo pueden estar hechos los sueños y que se rompe al instante, una vez desenmascarada.

—¿Waaseyaa? —me hizo volver en mí Onawa—. Nahuel me ha mandado a buscarte. Te habías quedado dormida.

Me incorporé sobre la hierba. Estaba en la misma arboleda donde Namid y Halona habían discutido. "¿Cuánto tiempo he estado aquí?", pensé al descubrir que el cielo estaba oscureciéndose. El riachuelo, a unos metros de distancia, corría con repetitivo ritmo.

—Pensábamos que estarías con Inola. La celebración ha terminado hace horas. ¿Qué hacías aquí? —encarnó una ceja. Estaba segura que el desavenido matrimonio tampoco habría retornado al baile—. ¿Estás bien?

—Necesitaba descansar —me levanté con las articulaciones rígidas—. Estar sola con mis pensamientos.

"Nahuel. Nahuel quiere verme", hice un esfuerzo por espabilarme.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí, pero..., ¿estás...?

—Vamos, no quiero hacerle esperar más.


***


El poblado lucía más tranquilo que de costumbre a causa de los festejos. La mayoría de sus habitantes estaba dormitando en sus tiendas con la planta de los pies ardiendo y la cabeza feliz por la bebida, y nadie se había molestado todavía en resolver el desorden.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now