Ojiishizi - Él tiene un cicatriz

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Era imposible quitarse la inmundicia de las uñas de los dedos. No recordaba la sensación de unas manos suaves, ajenas al trabajo, con su manicura perfecta. Jeanne las tenía divinas, Madre solía referirse a ellas como "destinadas a lucir un anillo de pedida". Por el contrario, las mías eran carne hecho callo, cicatriz y descuido.

—Te arrancarás la piel, Catherine.

Me las había dejado enrojecidas. Ni tan siquiera había percibido dolor.

—Hay manchas que no se van. La vida del guerrero es así, desapacible.

La incomodidad había terminado por dar paso a una resignación melancólica por parte de ambos. No podíamos olvidar al mundo.

—Creo que lo mejor será que me deshaga de la camisa. Prefiero tirarla antes que empeñarme en limpiar los restos humanos de ella. Los pantalones seguramente también —aún los llevaba puestos, aunque estaban totalmente empapados—. No me apetece sentir que las vísceras de esos niños se me desparramaron encima. Tengo suficiente con los recuerdos.

Suspiré, mirándole.

—Has sido muy valiente. Sacar a los niños de ahí..., no hubiera podido.

—¿Qué podía hacer?, ¿dejarlos a la merced de los buitres? Alguien debía de sacarlos.

—Nunca nadie quiere ser ese alguien.

—Los dos le hemos cogido el gusto a ser ese alguien. Queramos o no.

Me pasó de largo, metiéndose a más profundidad. Me alivió observar que no estaba tan mareado como antes. Volvía, sin remedio, a ser el líder. A pesar de que le costaba horrores mantenerme el contacto visual. Me propuse guardar con ahínco los breves momentos en que había podido cuidar de él.

—Deberíamos pescar algo para llevarle a los chicos después. Estarán preocupados.

No quería pensar en las consecuencias de haber pasado tiempo a solas con un hombre casado que antaño había sido mi amante. Los juicios de la comitiva no serían benévolos.

—¿En qué estás pensando? Pareces ausente, Catherine.

—Pensaba en que, cuando te encontré aquí, con los pies dentro del agua y un poco encogido sobre ti mismo, me has recordado a Inola.

Estaba humedeciéndome los brazos, pero vi al vuelo cómo se ponía a la defensiva ante aquel comentario inofensivo. Lo había manifestado con cariño, en son de paz, y Namid, metido en el río hasta la altura del pecho, empezó a apartar el agua con las palmas de las manos, en un movimiento inútil contra su curso irremediable.

—Me refiero —me dispuse a justificarme sin saber por qué exactamente—: os parecéis en eso. Inola también mete los pies dentro del agua cuando está..., pensativo. O cansado.

No paraba de apartarla, casi dándole manotazos.

—Somos familia, ¿no?

Su réplica sonó tan forzada, a pesar de que se empecinara en ocultarlo, que dije:

—¿Te molesta que nombre a Inola?

—En absoluto. ¿Por qué debería molestarme?

—Inola es mi amigo. Mi hermano. Me refería a que...

"Pero Namid no es tu amigo, ni tu hermano, e Inola parece haber sido propuesto, o al menos insinuado, como tu futuro consorte", reparé.

—Espero que esté orgulloso de nosotros cuando volvamos. O de los que vuelvan. Le prometí que haría un buen trabajo.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasحيث تعيش القصص. اكتشف الآن