Giigoonyike - Ella pesca

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El ocaso de la tarde declinó ante la orden de acampar durante aquella noche. El sur de Northern Light era seguro y no nos quedaba agua limpia que beber. Calculé que quedaban dos o tres horas de luz natural, por lo que pequeñas partidas se organizaron para la caza y recolección terrestre. Los hurones, señores de los Grandes Lagos, eran maestros de la pesca y nos aseguraron que podrían efectuarla por la noche si era necesario, acostumbrados desde la infancia al medio. Por lo visto, algunas mujeres del asentamiento les habían preparado un saco de sal y diversos mejunjes para que pudieran conservar los pescados sin que se echaran a perder.

—Los míos se encargarán de cortejar al lago —le apretó el hombro el representante del clan del oso a Namid. Su nombre era Liwanu, Oso Que Gruñe, y había sido la mano derecha de Nahuel durante largos años. Compartían clan y edad similar. No habíamos mantenido una conversación más allá de lo requerido por el protocolo, pero era un hombre respetable, lo había presentido desde nuestro primer encuentro en el campamento. Era una vieja gloria—. Preparad el barro y no perdáis de vista a las serpientes.

Makwa acababa de marcharse a solas para llenar las botas de agua tras haber fallado en su objetivo de pedirle a Mano Negra que le acompañase. Los caballos pastaban a sus anchas. Namid estudiaba el bullicio, preocupado, y me acerqué a mi amigo antes que a él.

—¿Qué haces aquí parado? —le pregunté.

Conocía su ceño fruncido. No había cesado de pensar en los espíritus atrapados.

—¿Ves algo?

—No quiero tocar el agua —observó a los hurones, metidos casi hasta el pecho—. Están dentro.

Le miré, pero la aparición de Namid encubrió cualquier interrogante al respecto.

—Dibikad, ¿te importaría acompañarme? Querría hacer otro reconocimiento sobre el terreno. No nos alejaremos.

Qué costoso ignorar la tensión que se formaba alrededor. En un segundo, combativa, malherida; en otro, lastimera, doblegada. Era como intentar abrazar una puerta cerrada creyendo que las puertas pueden abrazarse aunque su figura no sea tal. Habíamos perdido las formas humanas, las curvas y las carnes donde poder refugiarnos, y no éramos sino tablas de madera por donde Ellos cruzaban hacia el otro lado.

—Por supuesto. Waaseyaa y yo estamos seguros de que nadie ha pasado por aquí en largo tiempo, pero precisamente eso es lo que me inquieta.

Mi nombre lo puso en guardia, sin embargo, me dedicó una mirada, acompañada de un asentimiento.

—Este sitio está maldito.

—Chico, ¿cómo no va a estarlo?

Hubo una pizca de dulzura en su voz. Los dos aguardamos a que continuara, aunque no fuera habitual que lo hiciera.

—Estas tierras no tienen dueño. Las personas que las han poblado antes de que el Gran Espíritu nos otorgara la vida lo sabían. Ahora mismo estamos pisando sus restos. La armonía está rota. Anda, vamos.

En otro momento hubiera rodeado por el hombro al mestizo, pero no supe si ya no era ese Namid o si las emociones experimentadas desde mi confesión y lo que suponía anularon el afectuoso ademán. Sus últimas palabras me habían desconcentrado.

—Supervisaré que todo está en orden mientras tanto —dije.

Me dedicó una segunda mirada. No había hostilidad. "Me está agradeciendo el haberle hecho el favor de hablar porque no sabía cómo", leí en ella. Prefería no reflexionar acerca de la total ausencia de antipatía por su parte: no me exigía explicaciones, se había relegado, no a un segundo, sino a un vigésimo plano, mas no era frío, era forzosamente disipado, y sus motas, aun siendo minúsculas, estaban plenas de devoción.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now