Makadewindibe - Ella tiene el pelo negro

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Conestoga, Pensilvania;
Febrero de 1762

El fétido aliento del interior de la taberna me golpeó nada más cruzar el umbral de la puerta. Los licores, habiendo siendo desparramados a lo largo y ancho de la barra del bar desde el amanecer, se mezclaban con el hedor a orín y sudor. Sobre el uno de los tantos aparadores atiborrados de botellas de alcohol se suspendía un cartel de madera, tallado sin demasiado mimo, en el que se leía Únete o muere.

- ¡¿Qué te pongo, cariño?!

El ruido, conformado por las conversaciones a gritos de los clientes, en su mayoría ya borrachos, la destartalada banda de dos violinistas de poca monta, los cacareos de las prostitutas, quienes sobaban a los futuros clientes para robarles mientras tanto, y el zapateo de las empresas que solo pueden ser infundadas en la imprudencia de la noche, donde todo parece posible, provocaron que escuchara a una de las camareras con cierto retraso.

- ¡¡Cariño!!

Su voz estaba acostumbrada a hacerse oír y apartó de un manotazo a un hombre que no se decidía entre perder el conocimiento o detener su tóxica ingesta. Con el camino hacia la barra más libre -el susodicho se había caído del taburete-, me aproximé y le pedí disculpas.

- ¡No te preocupes, querida! - me sonrió con los dientes sucios. A su lado, las demás trabajadoras servían a destajo -. ¡¿Qué te pongo?!

Aquella semana se había celebrado una subasta de pieles y minerales, como era costumbre desde hacía casi un siglo en la región. Todo el pueblo había salido a celebrar la provechosa actividad comercial, que no se repetiría hasta el año siguiente. Había curioseado en algunos de los puestos por la tarde, ávida de algo de tiempo libre, y la decepción sobre la calidad de los productos, que se habían visto privados en los últimos meses del abastecimiento de los pieles rojas, me recordó con divertimento a Thomas Turner.

- Un whisky. Doble - pedí en su honor.

Me lo llenó hasta el borde y le pagué junto con una inclinación de cabeza. Necesitaba aquel trago, por lo que me lo bebí de un sorbo, golpeando la barra con el vaso una vez hube terminado. Un par de maleantes estaban intercambiando opiniones a puñetazos y el dueño del local pegó varios tiros. Algunos de los hombres a mi alrededor -puesto que la gran mayoría eran varones, a excepción de las meretrices, esposas indolentes y camareras- se sobresaltaron, pero yo sonreí. Sonreí y me dispuse a sentarme en la mesa acordada. Estaba situada al final, junto a la chimenea encendida, y supe cuál era porque un caballero bastante corpulento, con un pañuelo rojo en la solapa de su chaleco de lana marrón, la estaba ocupando. Así, avancé a paso seguro entre la muchedumbre y los dados, envuelta en aquel perfume de despreocupado jolgorio y gentes humildes.

- Buenas noches. Creo que esta es mi mesa.

El desconocido levantó la vista de su copa, a pesar de que me había estado viendo llegar desde el principio, para después mirarme de pies a cabeza.

- Pues yo creo que te equivocas, palomita. ¿Has perdido el camino a palacio?

Me quité el abrigo de piel de oso pardo, mostrando mi discreto vestido azul oscuro, sin más ornamento que un rodete bajo para recoger mi cabello y el pendiente de la oreja diestra: era dorado, pequeño, con forma de águila.

- No te he dado permiso para que tomes asiento.

Yo ya lo había tomado y repuse, tranquila:

- Tenía una reunión con Roger McGregor. Creo que usted no es Roger McGregor.

Él parpadeó, sorprendido.

- ¿Cómo has dicho?

- Que creo que usted no es Roger McGregor. Diría que es su lacayo, más bien.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now