Aadizooke - Ella cuenta un cuento

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Onawa era la encargada de ayudarme con los paseos diarios y, por ende, de proporcionarme conversación en medio de aquel confinamiento en la naturaleza. No podíamos caminar en demasía, ya que los territorios eran escarpados y con numerosos desniveles, pero dar vueltas y vueltas alrededor de la explanada donde los mismos rostros de siempre jugaban a la petaca para matar el tiempo o se declaraban duelos pacíficos para ejercitar las artes físicas, no era, digámoslo así, entretenido siempre.

Las heladas estaban a la vuelta de la esquina, como bien indicaban los vespertinos rastros de rocío en los arces, los cuales, irremediablemente, me recordaban a Quebec, puesto que también estos árboles eran característicos de los territorios de Nueva Francia. Habíamos plantado algunos de ellos en el jardín trasero, casi diez años atrás. A Jeanne le encantaban porque poseían una corteza blanquecina con bandas que evolucionaban del verde al marrón por cuestiones de antigüedad. Sus hojas, caducas, anchas y muy suaves, las usábamos de cuando en cuando como servilletas decorativas en las meriendas que los anfitriones de la casa ofrecían a sus vecinos.

Pronto se inauguraría la temporada de nieve.

— ¿En qué piensas? — interrumpió mis análisis ella.

— En los arces. Los teníamos en casa.

No había dejado de considerar Quebec mi casa. El hogar verdadero era donde uno había crecido, donde había sido dichoso. Aquel era el mío.

— Son los típicos de los Apalaches — comentó —. ¿Dónde vivías? ¿Cómo era tu casa?

No era una persona dada a la comunicación extensa, pero había profusos silencios en mi ser que, ante la ausencia de una mejor solución, debían de ser suplidos con la conversación o la locura.

— Vivíamos en Quebec. ¿Has estado alguna vez? — ella negó con la cabeza —. La casa estaba alejada de la ciudad, como si hubiera sido colocada por Dios a dedo en medio de un desierto de hierba y margaritas. Tiene dos plantas, con una gran escalera que media entre ellas. Las paredes estaban llenas de papeles de colores pastel con motivos florales, los favoritos de mi hermana. Antoine era arquitecto de profesión y la remodeló entera al comprometerse con ella. Antes había vivido solo. Debió de sentirse desamparado..., viviendo sin compañía en aquella vivienda enorme. Al llegar nosotras, sin embargo, amplió el servicio y abrió todas las estancias de la casa. Mi habitación estaba cerca de la suya. Tenía un dosel precioso. El techo estaba pintado de añil con estrellas. Cuando tocaba el clavicordio, dejaba la puerta abierta para que la música llegara hasta la cocina y, en recompensa, yo pudiera olfatear los pastelitos de arándanos de Florentine, la ama de llaves. Mi parte favorita era el ventanal del salón del té, al lado de la chimenea, que daba a los campos y a un precioso nogal. Y la biblioteca. La cantidad de estanterías hubieran intimidado a cualquiera. Antoine se gastaba la mitad de su asignación en libros que me dejó en herencia, aunque la mayoría los haya perdido. Trataban todas las ciencias: desde la jardinería hasta la pintura o el derecho. Los primeros que hojeé fueron los de jardinería. Esa sí que era mi parte favorita: el jardín trasero. Era mi reino. Una necesita una casa del árbol o un trozo de tierra donde construir sus historias a los catorce años, ¿no crees?

Su brazo estaba entrelazado al mío conforme avanzábamos a paso lento, dado que yo cojeaba y debía detenerme a cada par de minutos. Onawa me había escuchado atentamente, casi absorta en mis recuerdos, tomándose unos segundos para intervenir.

— ¿Qué es un clavicordio?

— Es un instrumento de música, como los tambores y las flautas. Tiene teclas.

— ¿Teclas?

— Sí. No sabría cómo describírtelas. Te sientas delante del clavicordio y tocas las teclas. La combinación de ellas puede producir hermosas piezas.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now