Mooka'am - El sol sale

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—Esto te ayudará a dormir.

Apuré de un trago la bebida de hierbas calmantes que me entregó Onawa.

—¿Qué diantres ha pasado en la tienda de Inola?

Creía haber superado por aquel entonces el rechazo que me producía el tembleque de mis dedos deformes, pero lo detesté sosteniendo el vaso, ya que ponía de manifiesto lo nerviosa que me sentía. Jamás había visto a Ishkode discutir con Inola. Había perdido los estribos al haber sido decidido que yo debía partir, puesto que, dada mi condición de escriba de fuego, lo primordial era mantenerme escondida y segura.

—He de marcharme con la partida de guerreros —murmuré.

Namid se había quedado pálido, en completo silencio, e Inola se había sentado sobre su baúl sin parpadear, soportando cómo Ishkode despotricaba y le acusaba de ser irresponsable.

—¿Qué? —le falló la voz.

—He sido escogida —dejé el vaso sobre el suelo.

—Pero, ¿por qué?, ¿por qué tú?

Onawa estaba a punto de echarse a llorar y me levanté, ardiendo.

—Wanageeska no lo permitirá. No puedes irte.

¿Debía decirle lo que Inola había intentado decirle a Ishkode con su silencio, que había sido precisamente Wanageeska la que había mediado para que fuera escogida, que había una razón que estaba por encima de nosotros?

—Waaseyaa, no puedes irte —me retuvo por la muñeca.

Si era valiente para entrar en guerra, tenía que ser valiente para soportar los ojos tristes de una amiga.

—Es mi deber, nishiime.

Era costoso desenterrar la humanidad cuando, para poder estar a la altura, había que cortar cabezas y cabezas en la oscuridad, pero pude sonreírle con cariño.

—Es por el bien de todos. Cumpliremos con la misión en menos de lo que canta un gallo. Estás desperdiciando tus lágrimas: volveré.



***



—Disculpa, me iré, no pensaba que estarías aquí a estas horas.

Me agazapé contra el arco y el jubón de flechas, cual gorrión herido, al toparme con un Namid tumbado cuan largo era a la vera del lago Powiaet. Él se sobresaltó, incorporándose de golpe, y sacó los pies del agua para ponerse de pie e impedir que me fuera por donde había venido.

—Espera, no tienes por qué irte.

Deseaba camuflar que el cuerpo me pedía huir de allí a toda costa, así que reduje el ímpetu de mis formas y me giré hacia él.

—¿Tampoco podías conciliar el sueño? —preguntó. ¿Había sido dulce?

Las formas anaranjadas del cielo amenazaban con explotar.

—Siempre vengo a entrenar.

—¿Aquí?

—Normalmente sí, depende. Aquí no suele haber nadie.

—¿Vienes a entrenar todos los días de madrugada? —frunció el ceño.

—Sí, hasta la hora del desayuno.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWo Geschichten leben. Entdecke jetzt