Mamizhinge - Él informa

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—He de salir de aquí.

El hilo de mi voz no barrió el recuerdo de los labios de Namid sobre los míos. Le había besado. Y él casi se había abalanzado sobre mí. Relucía en la oscuridad que gobernaba el tipi con la hoguera apagada. El hambre aún adornaba su semblante, enrojecido y confuso. Estaba inmóvil, mirándome en llamas.

Tragó saliva. Ambos nos preguntamos cómo debíamos actuar, qué significaba aquel beso, pero el silencio, no las voces, me dificultaban pensar. No era su amante —no lo sería—, y la posible ruptura matrimonial con Halona era imposible si pretendíamos ganar. Él parecía haberlo olvidado. Estaba acercándose.

—He de salir de aquí, Namid. Antes de que...

Me arrastré al exterior de la tienda sin saber si se había atrevido a tenderme la mano. Sudor me caía por la nuca y se densificó en contacto con el aire sofocante. A unos metros de allí, rodeados de algunos guerreros que dormían al raso, Motega y Liwanu conversaban. Su plática se vio interrumpida por mi aparición y, estudiando sus rostros sentenciosos, advertí que habían visto a Namid entrar al tipi y que yo saliera de él era, contra menos, sospechoso. No supe cómo actuar.

De súbito, el cuerpo de Namid chocó con mi espalda y me empujó hacia delante. Los ojos de nuestros observadores se agrandaron. "Ha salido a corre prisa a buscarme", me estremecí. Motega se levantó, rindiéndole sus respetos. Liwanu, por el contrario, era impenetrable. Lo que había aparecido un accidente embarazoso, fue transformado en segundos: me apartó a un lado, sin prestarme atención, serio, y le pidió a Oso Que Gruñe que le acompañara.

—Tenemos que hablar. Waaseyaa poseía información importante que compartir conmigo y es mi deber compartirla contigo. Fumemos juntos.

La urgencia de sus palabras provocó que el viejo hurón se pusiera de pie. Parecía haber mordido el anzuelo. Debía colaborar y asentí, a pesar de lo anonadada que estaba por su capacidad de improvisación.

—Por supuesto.

Oculté la tensión como pude cuando Liwanu me pasó de largo, desapareciendo en el interior de la tienda. Motega seguía de pie, preocupado.

—Waaseyaa —dijo Namid, ronco. Me sobresalté y esperé que Flecha Nueva estuviera lo suficientemente lejos como para darse cuenta. "Jamás me llama Catherine en público, donde hay peligro", pensé—, encárgate de nuestro aliado. Él también merece saber.

Las reglas de aquel sucio juego, el del poder, no le eran ajenas. Era un superviviente..., y los supervivientes hacen de la manipulación su código. Motega había presenciado la escena, no podíamos excluirle de aquella "información importante", debíamos reforzar su confianza de que no le guardábamos secretos, de que era uno de los nuestros, aunque existiera el futuro probable de tener que eliminarle si le descubríamos desleal. Waaseyaa debía encargarse de aquella farsa.

—Motega, acompáñame.

Ahí estaba: el tono monótono, la marioneta.

—S-sí, claro —se puso recto.

Me dispuse a echar a caminar hacia una zona apartada, entre la arboleda y los desniveles rocosos, y Namid me agarró de la muñeca para darme una última comanda. El tacto de sus dedos era un verano feroz. Solo yo podía notar lo desesperado que era.

—Ten cuidado, Catherine —susurró.

Nos miramos y comprendió. El contacto se perdió al tiempo que le pedía a Motega que me siguiera.


***


Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora