Anangokaa - Las estrellas abundan

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No podía dormir rodeada de hombres a diestro y siniestro. Lo averigüé la primera noche. Con el filo de la daga desenvainada apoyado en el agitado pecho, dispuesta a atacar en cualquier momento, los sudores fríos mojándome la nuca, procuré serenarme. "Mañana podrás, solo tienes que acostumbrarte".

Era temprano para mis entrenamientos, pero la naturaleza no promulgaba leyes de bienvenida por los horarios de sus habitantes, así que, cuando salí de la cueva, agitada y empapada, nada había cambiado en los pinos ni en la luna. No buscaba abrigo, sino libertad, silencio. La soledad de la noche no era perniciosa en comparación con una comparsa de varones.

Namid había aconsejado no dormitar al raso, cauteloso hasta el extremo como lo era su hermano, y nadie me molestaría. No guardé el cuchillo hasta que me senté junto a los restos de la marchita hoguera. Las yemas de los dedos marcharon solas hasta las cenizas. Se cerraron los párpados, se encendieron las voces. No había dolor. Una sensación cálida en la boca del estómago me mecía. Estaba en un columpio. Quizás trotando. Mujeres susurraban en ojibwa.

La vida es una ceremonia ancestral.

La vida es una ceremonia ancestral.

La vida es una ceremonia ancestral.

Permanece y entrégate a ella.

Permanece.

Permanece.



***


A causa de la tirantez dada entre Namid y yo, Dibikad se esmeró en cabalgar cerca de mí y darme conversación durante las semanas en las que por fin dejamos atrás las Sawtooth Mountains y pusimos rumbo, sin abandonar los parajes rocosos, hacia la que, para los que nos negábamos a aceptar las líneas dibujadas en los mapas de los conquistadores, se consideraba la frontera con Nueva Francia. Los ánimos estaban encendidos, no en vano aquellos territorios jamás habían conseguido ser conquistados, y la ausencia de peligros a la vista otorgaba una apariencia de seguridad que, sospechaba, cambiaría una vez nos acercáramos a las áreas pobladas.

El calor comenzó a apretar, los días a alargarse, y la zanja donde ninguno de los dos enterramos el hacha de guerra fue ensanchándose y ensanchándose. Nuestro contacto se reducía a las reuniones diarias con los representantes de las demás tribus sobre los planes del día o las quejas que pudieran surgir: en el resto de las horas, que eran muchas, fingíamos que no existíamos. Namid se había propuesto ignorarme deliberadamente desde que le había dicho aquello sobre Edward Jones y, a pesar de que había tomado la decisión de mantenerme en un segundo plano en la comitiva, permaneciendo con Mano Negra unos metros más atrás, y de que conocía las escapadas nocturnas que desobedecían sus órdenes, nada quebrantaba su particular norma.

Por mi parte, me aseguraba de que era consciente de que le repudiaba, no por aversión, sino por indiferencia. En cierta forma, quería mostrarle que no me afectaba, que era moralmente superior a cualquier palabra o acto proveniente de él, y que mis más íntimas motivaciones no estaban basadas en nuestro romance: eran la guerra y la retribución. Sin embargo, durante las noches de insomnio, aquellas en las que salía a trompicones de las cuevas que nos ocultaban con la ropa bañada en sudor, estaba tan asustada que hubiera deseado despertarle y contarle lo que los hombres malos me habían hecho..., confesarle que temía que necesitaba más ayuda de la que estaba dispuesta a admitir, que había una oscuridad en los rincones que me arrastraba y a veces las voces me susurraban que no regresaría del abismo. Pero la soga estaba alrededor del cuello y callaba.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora