Asiginaak - Un mirlo

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Agosto 1762

Dog Lake

El sudor adhería la piel a las ligeras ropas con el despiadado sol a la espalda. No había conocido un verano tan asfixiante durante mis años en Nueva Francia. Oso Que Gruñe afirmó a lo largo de las semanas que duró la travesía hasta Dog Lake que era un buen presagio, pues solo los verdaderos herederos de aquellas tierras podían soportar lo extremo de su clima.

La comitiva había cambiado a partir del encuentro con los cadáveres de Diyami y los que estaban a su cargo. No había escuchado ni una queja: todos habían arrimado el hombro, quizás asumiendo, ayudados por el ansia de venganza, que la misión no era un juego de niños, menos lo era la guerra que se avecinaría.

Namid, por el contrario, se había encerrado sobre sí mismo. La cantidad de responsabilidades que había a su cargo favorecía que justificara no hallar ni un instante para bajar la guardia. Su mirada me buscaba, con el rastro de confusión que no la había abandonado desde que nos reencontráramos en primavera, pero parecía culparse. A toda costa deseaba dejarme consolar. Lo hubiera hecho de no ser por el dolor, purulento, que cosía la boca y maniataba las muñecas.

Las gotas empapan las telas que sujetaban los senos y estuve a punto de rascarme, harta. Una extensión considerable de agua estancada fue divisada en el horizonte. Dibikad estaba volviendo de su ronda de reconocimiento. Namid le preguntó por los pormenores tras comandar que nos detuviéramos.

—No me he adentrado demasiado. Lo que he podido rastrear está desierto.

—Puede que hayamos llegado tarde —suspiró Liwanu—. ¿Qué opinas, Namid?

Él frunció el ceño, meditabundo. La estación lo bañaba en un halo especiado. Los guerreros jóvenes, la gran mayoría, se habían deshecho de sus camisas hacía tiempo. Namid no había sido una excepción, a pesar de que hubiera jurado que se había resistido hasta el calor insoportable para galopar semidesnudo. No le recordaba pudoroso y pasé varias noches elucubrando por qué ahora lo era. El wampum colgaba de su hombro, cayéndole por el pecho como un cinto en diagonal.

—Están escondidos.

Estaba segura de que dudaba, mas no lo mostraba. Se desanudó el wampum y llamó a su halcón. La cobriza ave descendió sobre su brazo. No me había atrevido a acariciar sus puntiagudas alas con barras oscuras.

—Si son supervivientes del clan del búfalo, reconocerán a Sokanon. Cuando me casé con ceniza, recibieron su visita. Esperaremos una señal por su parte.

Fui la única que se tensó al descubrir el nombre del animal. "No se han sorprendido porque lo conocían, tú no. No lo conoces porque hay una distancia insalvable", apreté el estómago.

—Sé que están aquí, en alguna parte.

Le anudó el wampum, susurrándole, y Sokanon emprendió el vuelo.



***



Estaba anocheciendo, horas después de la vuelta del halcón, cuando una silueta se abrió paso entre la oscuridad. Estaba viniendo hacia nosotros.

—¡Hay alguien! —gritó uno de los chicos.

Me levanté de un resorte, arco en mano.

—Quedaos quietos. No disparéis —urgió Namid. Puso los brazos un poco en alto y dijo:— ¿Quién anda ahí? Venimos de las grandes cordilleras por orden del consejo de los cinco jefes.

Ya estaba lo suficientemente cerca para apuntarle en el corazón y matarle. Dibikad me miró por el rabillo del ojo, aunque no fue prioritario en aquel momento analizar la razón. La ancha espalda de Namid era el margen izquierdo de mi tiro.

—¿Quién eres?

La cercanía mostró que se trataba de un indígena. Sus pinturas de guerra eran hurón.

—¡Hermano! —exclamó, con emoción, Liwanu—. ¡Venimos en representación del clan del oso, del castor y del búfalo!

Namid no había errado. El corazón se me aceleró al pensar que podríamos estar a punto de localizar a los informadores nombrados en la carta de Nahuel.

—¿Dónde está el dueño del halcón cobrizo? —habló por fin.

—Soy yo.

—¿Eres Namid, aquel al que llaman el Bailarín? —mantuvo la distancia. Advertí que miraba a Sokanon, constatando por su cuenta la información que podría ser mentira.

—Sí. Namid, segundo al mando de las huestes ojibwa de Inola, El Que Pinta de Rojo; hermano de Inola, el Relámpago. Esposo de Halona, heredera del clan del búfalo de los Grandes Lagos.

No había bajado el arco y noté cómo el hurón me estudiaba.

—Por favor, faja el arma, Waaseyaa —solicitó Namid.

Estaba inmiscuyéndome en los rituales diplomáticos de aquellos hombres. Me sentí avergonzada y obedecí. Las piernas no querían moverse de su lado, preocupadas.

—Ese mismo halcón sobrevoló las nupcias de la dulce Halona —retomó el parlamento una vez dejé de apuntarle.

—Así es. El halcón del que se convirtió en su esposo —volvió a explicarse.

—Estábamos esperándote, jefe Namid.



***



Lo que quedaba del eslabón del clan del búfalo en las cordilleras consistía en quince varones en edad de luchar y cuatro mujeres. Uno de ellos era el que había sido escogido para acudir a nuestro encuentro y llevarnos a su escondrijo, entre los brazos de las montañas de la costa este del lago. Nos guio sin antorchas, en un silencio que ninguno nos atrevimos a romper.

—Quedaos aquí —siseó antes de desaparecer.

Dibikad estaba nervioso, pero me hizo saber que no de la misma forma en la que lo había estado en Northern Light. Dentro de la oscuridad que nos rodeaba había vida.

—No desenvainéis. Estarán asustados —murmuró Namid.

Después de unos minutos, escuché pasos. Un par de personas surgieron de la noche. Iban armados.

—No puede ser cierto... —nos observó uno—. ¿Cómo nos habéis encontrado?

—Luego podrán responder a nuestras preguntas y nosotros a las suyas. No debemos demorarnos. Hay luna llena —dijo el emisario.

Fue así como nos condujeron a su improvisado hogar. El terreno era tan escarpado que tuvimos que dejar a los caballos en un nivel inferior, ocultos por la altura y la foresta, y trepamos bajo sus indicaciones. El colgante de Antoine y Jeanne tintineaba por el escote cuando Namid me tendió su mano desde arriba para subir el último resquicio. Su roce, fuerte en contacto con los dedos, me hizo temblar. Soportó mirarme al hacerlo, en cierto modo distante, pero ya en raso, no me soltó hasta que estuve erguida y, como consecuencia, nuestros ojos se alienaron. El temblor fue un seísmo que rajaba la carne. La caballerosidad dio paso a un fuego encendido.

—Miigwech —agradecí, turbada.

Le tuve entonces como en un sueño. Nuestro alrededor desapareció bajo el sonido de los mirlos de torso anaranjado en el columpio del jardín trasero con su canto.

—No hay de qué —respondió.

Inquieto, me soltó. Su voz había sonado capturada. Se alejó antes de que pudiera refrenar mi necesidad de él, por lo que su abrupta desaparición en pos de Liwanu fue una bofetada de mano abierta, una que me hubiera arrojado montaña abajo. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now