Niinaminaagozi - Él parece débil

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Durante los días de extenuantes travesías a caballo no podía quitarme a Ishkode de la cabeza. Recordaba cómo Namid y yo nos habíamos hablado, cómo nos habíamos tocado..., ¿y si no podía ser como mi mentor? Durante los entrenamientos, meditaba sobre los reproches que en su día, siendo adolescente, le había regalado a Honovi. Había sido tan ingenua. ¿Por qué perder las manos? A veces ganar puede significar desafiar al tiempo, tener la oportunidad de ver crecer a los tuyos. ¿Qué sería del hijo de Métisse?

En uno de los poblados abandonados, sí encontramos cadáveres. No podría enumerar cuántos huesos enterré en aquella época. Aprendí a martirizarme lo mínimo posible. La exposición constante a la violencia desvirtúa la realidad. Dejé de juzgar el alcoholismo de Thomas Turner cuando, en ocasiones, los guerreros fumaban hierbas que les ayudaban a dormir. Nadie desea sentir que el mundo es una astilla. Namid evitaba cualquier método para no ver. Siempre estaba presente.

—No les mires a los ojos —se angustiaba Dibikad, alejándole de seres humanos que parecían lechales a la brasa.

—Son mis hijos —respondía, zafándose.

Los miraba con detenimiento, les arreglaba las ropas que pudieran quedarles, era el último en rezarles cuando nos disponíamos a marcharnos. Ni tan siquiera yo me atrevía a tocarlos, sobre todo a los que se les distinguían las formas.

—¿Cómo no puedes sentir rabia? —intentó entenderle Motega, quien, conforme pasaba más tiempo con nosotros, se crispaba como la ola que erosiona, por inercia, contra las rocas. Era el guerrero adecuado: mataría a diestro y siniestro, sin contemplaciones, cuando llegara la hora—. Los chicos pueden pensar que tu clemencia es signo de debilidad.

Necesitábamos conseguir que se considerara importante, por lo que manteníamos habituales conversaciones con él en la vanguardia. Solía mantenerme en silencio, estudiándole.

—Todos somos débiles, Motega. El hombre que decide quemar vivos a unos niños inocentes es más débil que el que los entierra. No está en mis planes que los guerreros formen cierta opinión sobre mí, tengo otros asuntos más importantes en los que inmiscuirme. ¿Te irrita que albergue clemencia? Luchar por ser justo no es ser débil. Los que hereden el resultado de nuestra lucha, puede que tus hijos o los míos, preferirán vivir en un mundo compasivo. Es lo que estas tierras han necesitado desde que los blancos pusieron un pie en ellas. No se puede prosperar en la rueda de la venganza. No deja de girar, pero el incesante movimiento no tiene por qué implicar un futuro. Lo que se detiene también es bello. Por supuesto que me compadezco de los esqueletos. Me apena que no hayamos hallado otra solución a nuestras diferencias. Los huesos no tienen bandera, ni rey. Todos son lo negro de sus cenizas. Y he de admirarles, presentarles mis respetos de frente, porque gracias a ellos estamos aquí.

—Acabarán pegándote un tiro si pretendes ser justo con hombres que han perdido la humanidad por completo—renegaba.

—Pues entonces tú, que sortearás toda moral, serás más adecuado que yo en llevarnos hasta la victoria —decía, paciente.

—¡Lo que quiero es que sobrevivas!

—Motega, quien toma este tipo de responsabilidades no sobrevive a ellas, aunque mantenga la vida.

Aquel fue uno de los parlamentos que nunca pude olvidar. Lo recuerdo con viveza, años y años después de haberlo escuchado. En aquel instante causó que levantase los ojos y le descubriera mirándome. Había..., ¿qué había tras sus pensativas pupilas?

Apartó la vista y murmuró:

—Asumiré mi destino, pero el Gran Espíritu me enseñó a bailar para que fuera yo mismo.


***


"Esta es mi danza".

—¿Estás bien?

Dibikad había envejecido años en semanas. Ni tan solo una jornada se preocupó por sí mismo. La forma en la que intentaba cuidarnos a Namid y a mí me encorsetaba el corazón. Las noches de insomnio conseguían que me cuestionara si los ancestros habían resucitado a Antoine en él. Podía recuperarlo en su afán de protección: no parecía cansarse de preguntar si estaba bien, si necesitaba algo, si requería que le partiera la nariz al viento por enmarañarme las trenzas. Conmigo era más abiertamente cariñoso que con Namid, sin embargo, allá donde fuera su líder, se situaba detrás, materializándose en la sombra que buscaba protegerle de los rayos de sol o de la lluvia. Él le sonreía como podía sonreír en público —en una mueca cohibida— y le pedía que cabalgara a su altura. Wenonah había escogido a un gran hombre, uno que no se había avergonzado por averiguar cuál era la mejor versión de sí mismo. Soñaba con que fueran felices.

—Sí, es una aldea diminuta. Son mujeres y niños.

"Pero son blancos, nishiime", calló.

Nos habíamos resguardado en unas colinas. Un par de millas al este se divisaba un asentamiento de pieles pálidas. Dos casas de madera destartaladas, un par de caballos, lejanas risas de infantes.

—Muchas familias sin recursos se asentaron en la frontera después de la guerra.

Había enterrado a mi sobrina en otra de ellas.

—Estaré bien —asentí, apretando mi macuto al lomo de Antoine—. No te angusties.

Estaba apretándole la mejilla con cariño cuando Namid paró de conversar con Motega para compartirme las últimas indicaciones.

—Regresa antes del anochecer. Puede ser peligroso.

Callaba libros enteros en cada bocanada de aire. Era un papiro con las raíces en el centro de la tierra. La edad le había proporcionado un aire sereno opuesto a lo juguetón que había sido a los veinte años. Era agotador sofocar el hambre por morderle la boca y besar su lengua.

—Lo sé —le sonreí.

Mano Negra no se había movido, tapándonos un poco con su cuerpo, por lo que quedó oculto cómo Namid situaba su mano encima de la mía, que no había abandonado el tacto de Antoine, y me la acariciaba.

—No tomes riesgos innecesarios —nos miramos y el dorado de sus ojos parecía estar bajo el agua—. Por favor, Catherine.

Aquel "por favor, Catherine" fue una súplica. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now