Aki - La tierra

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Las planicies de lo que era Nueva Francia en dirección a Thunder Bay eran un camposanto. No obstante, poco o nada conservaban de campo, quemadas y vacías, y menos de santo. Un término como aquel era insultante. Lo que antaño pudiera ser justo u apostólico había sido aplastado por el carnívoro azote del hombre.

—¿Dónde están los poblados? Es como si se los hubiese tragado la tierra.

"Condenada tierra. Va a llevarnos a la tumba", resonaron las palabras dichas entre dientes de Henry Samuel Johnson.

—Permaneced en silencio hasta que encontremos un sitio seguro donde acampar. No es momento de preguntas. Hay que proseguir la marcha sin descanso. Los muertos no deben ser molestados.

Namid no titubeó, ni tan siquiera cuando le miré de refilón al escucharle. Habían transcurrido dos semanas de travesía sin incidentes. Favorecido por la experiencia de Liwanu, había podido establecer un metódico régimen que reducía hasta el extremo las horas de sueño, puesto que solíamos avanzar más millas acogidos por la oscuridad, y conseguía, como efecto inmediato, recorrer grandes distancias. No cedía ante el desaliento que crecía —cada avance demostraba los peores augurios—, parecía convencernos de que estaba persiguiendo un futuro halagüeño y no hacía falta que creyéramos, solo que le siguiéramos. Había tanto de su hermano Ishkode en él que, de igual modo que nuestros ancestros estaban en los caballos, la memoria de mi nisayenh brillaba en su liderazgo para recordarme que la mejor forma de echarle de menos era luchar por la causa.

Las breves horas de descanso eran para entrenar. Un pequeño grupo de guerreros se había vuelto habitual en las lecciones. Namid había aceptado el insomnio, de cuando en cuando nos observaba desde la distancia y sentía su sonrisa en los labios fruncidos por la orfandad de un pueblo que agonizaba. Una mañana cualquiera, Dibikad halló un rastro prometedor. Cauto, pidió que Liwanu, Enapay —primero al mando de los iroqueses en la comitiva—, el propio Mano Negra y yo le acompañásemos a inspeccionar.

—La sequía ha marcado las huellas, es posible que este rastro sea más antiguo de lo que aparenta —comentó tras haberse bajado del lomo de Giiwedin—. Indica norte.

Los cinco continuamos a pie. Había una pequeña foresta y las copas de los abetos más al fondo estaban ennegrecidas. Dibikad estaba agachado alrededor de unos arbustos y le ofreció una prenda de ropa en pésimo estado.

—Casacas azules —concluyó Enapay. Era un estupendo luchador, aunque le había oído jactarse de mis sangrados con otros compañeros de armas cuando manché el lomo de Antoine al no poder asearme con regularidad. Detestaba a los pieles pálidas con fervor—. Será mejor que volvamos.

Suave, Namid me había tendido la casaca instantes antes y estaba inspeccionándola. El estómago se me revolvía si estaba cerca de aquel uniforme.

—La reyerta que hubiera aquí fue hace meses. La sangre está filtrada en el tejido y tiene rastros de moho —repuse.

Esperé a que Liwanu me la arrebatara para cerciorar mi análisis, mas su mirada cayó en mí, no en el objeto, y asintió.

—El rastro se extiende más al norte, más allá de esos abetos —añadió Dibikad con cierta urgencia.

—Sigamos —sentenció Namid.

Sabíamos qué íbamos a hallar, pero la más viva de las imaginaciones no podía preparar a un ser humano para presenciar la masacre, por mucho sufrimiento que hubiera experimentado. Conforme nos abrimos paso, aparecieron cadáveres, en su mayoría tan descompuestos que era imposible distinguir de un simple vistazo a qué bando pertenecían, y un par de tipis que habían sobrevivido intactos al ataque. Otro hubiera apartado la vista, Catherine no. Su sangre derramada era cera caliente en las palmas de las manos.

—Gran Espíritu, ¿por qué tan funesto destino para tus hijos?

Liwanu estaba de rodillas frente a un bulto de huesos carbonizados, suplicando por los hurones que habían sido asesinados. No dejé de caminar, rumbo al epicentro del conflicto, y Enapay, vomitando en una esquina, y Mano Negra, inmóvil, se quedaron atrás. Había que mirar al suelo para no tropezar con quienes no hacía mucho tiempo habían sido personas. Namid estaba delante de los torcidos postes donde habían empalado y quemado vivas a tres de ellas.

—El calor ha acelerado la descomposición. También hay casacas azules.

"Ellos también sufrieron bajas. Los nuestros se defendieron con uñas y dientes", encerraban sus palabras. Pero, ¿cuál era el consuelo?

—Cuando se serenen, tendremos que reconocer el terreno y dar sepultura digna a los caídos.

Nuestros brazos se rozaron. Namid estaba perdido en el cadáver de la izquierda, su tamaño no era el de un adulto. Sus doradas pupilas eran el reverso de un río conteniendo las lágrimas.

—Reconozco esos colgantes —susurré, refiriéndome a las alhajas del cadáver de en medio. En lo que quedaba de su camisa, podía leerse: "Únete o muere"—. Pertenecían a Diyami.

Me aproximé a lo que quedaba del hombre que me había vendido a Webs y había presenciado cómo el ataque de Ishkode para liberarme provocó que su clan, el que había sido nutrido por las cesiones de Honovi, fuera borrado del mapa en prácticamente su totalidad. ¿Cómo había logrado sobrevivir hasta entonces?

—No te acerques, Waaseyaa.

Namid me tomó de la muñeca.

—No tengo miedo —murmuré.

Mi propia calma me sorprendió. ¿Habría una venganza justa?

—Nos han quitado el derecho a tener miedo. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasOnde histórias criam vida. Descubra agora