Zhoomiingweni - Ella sonríe

334 83 57
                                    

Estaba atada al suelo. Era aquel grito por ser abrazada. Traicionar al juramento de salvarme por mí misma. Estaba atada al suelo porque Namid levantó la vista, intimidado, y quién no lo hubiera amado.

—Será mejor que vaya a asearme.

Susurré, con la lengua contraída, y él correspondió al susurro:

—Vigilaré que nadie se aleja de la hoguera.

Solo tenía que inclinarme hacia su boca.

—Miigwech.

En ella debían de estar la palabras que perseguí.

—Ten cuidado, Catherine.

Arranqué los clavos y me di la vuelta. La cruz pesaba, ningún adiós era similar. Caminé sin mirar atrás, a tientas por la oscuridad. El corazón todavía latía, acelerado, cuando me detuve en punto lo suficientemente lejano como para que los guerreros fueran puntos diminutos en el horizonte. La humedad era pegajosa por las ingles, aunque ya no estuviera pendiente de ella. Dejé las telas sobre la hierba, agachándome junto a la orilla para conformar un pequeño fuego. "Has olvidado la piedra de chispa, maldita sea", bufé. De ninguna manera iba a regresar para tomarla de mi macuto. "Tendrás que confiar en la madre naturaleza". Bajo el amparo del redondo astro me desnudé. Carecíamos de oportunidades para lavarnos con la asiduidad deseada, así que me introduje por entero en el lago. Un escalofrío me puso el vello de punta. Las aguas de Nueva Francia siempre habían sido frías, en cualquier estación del año. Tomé aire y metí la cabeza, frotándome el pelo. No debía entretenerme, puesto que era un elemento imprevisible que estaba por encima de mis capacidades y sentidos, pero el roce del escaso oleaje sobre la piel era opaco. Dibikad había afirmado que los espíritus estaban dentro. Cerré los ojos, extendí los dedos por debajo del agua y los hice bailar a contracorriente. Les había ofrecido la sangre de mis entrañas, lo que para los ojibwa era una ofrenda en honor a la fertilidad, mas las voces callaron. No hubo llamada, ni visión, y corrí a anudarme los paños limpios nada más salí. Una vez fuera, sentí como si acabara de ser liberada de un cobertor que me aprisionara y que me hubiera ahogado mientras dormía. No temía a las almas errantes, no podía, ya que debía aprender cómo liberarlas, solo así podría liberar a Antoine, Jeanne y la pequeña Catherine —los sueños me habían contado que mi sobrina vagaba entre los vivos con mi mismo nombre, tal y como había ordenado su madre—, pero que no los temiera no significaba que pudiera comprender su poder o no me procuraran respeto. Rápido me vestí. Escuché risas de niños al marcharme.


***


No todos los guerreros estaban durmiendo, por lo que tomé posición en un punto de la ribera que estuviera a la vista, para sentirme segura, pero que evitara los curiosos. Me vieron llegar y comenzar las tareas de limpieza de mi pantalón, mas nadie se aproximó. Distinguí a algunos hurones pescando unos metros más allá. La maraña de pelo despeinado me mojaba la camisa.

—Dibikad, un carromato haría menos ruido que tú al caminar —advertí su llegada sin girarme.

—¿Te has bañado en el lago? —inquirió, descolocado.

—Deja la antorcha clavada en la tierra, necesito luz para solucionar esto.

Con un suspiro, sopesé los desperfectos. Era más fácil dar el pantalón por perdido.

—Oh.

—Sí, será mejor que me dejes a solas. Tráeme el peine de púas antes. Está en mi bolsa.

Habiéndome proporcionado luz, se esfumó. Volvió enseguida y ni le oí.

—Miigwech —casi le arranqué el peine de las manos, interrumpiendo la retahíla de maldiciones dirigidas a mi mala suerte que había murmurado entre dientes desde que se había ido—. Ahora déjame sola.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasWhere stories live. Discover now