EPISODIO 3, ESCENA 3: En la que el "rebaño" observa.

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El ruido de las cadenas se acompasa con el zumbido mecánico. Esta plataforma es más pequeña, pero mucho más cómoda que las demás. Los asientos son suaves y están tapizados con un revestimiento parecido al terciopelo. Su fundición está labrada con motivos bulbosos y tintada de diversos colores.

Unos metros más allá, también colgando en el vacío, se encuentran los elevadores comunales. Algunos trabajadores y varios novicios se apretujan allí. Su destino es el mismo, la Alta Ciudad de Dannan. Su distrito central, para ser más precisos. Allí es donde se encuentra el lugar de culto y, por lo que el prior nos cuenta, la residencia de la alta aristocracia leannan.

Solo unos pocos hermanos de alto rango nos acompañan. Tantos ellos como nosotros mismos nos mantenemos a una distancia prudencial del sillón del gordo prior.

—Me ha llamado la atención vuestra defensa de la sacralidad del Otorgamiento. Ha hecho que mereciera la pena bajar personalmente a hacer el pregón esta vez. Se ve que tenéis empuje —dice el hombre. Es un daoine grueso y entrado en años. Sus cabellos se encrespan en un tocado y su rostro blanquecino es redondeado y almidona bien su estructura ósea—. Así que decís que acabáis de llegar.

—Recién llegados. Sí, en efecto —me atrevo a contestar.

—Algunos de los hermanos que se encontraban en las torres de vigía durante el Otorgamiento me han dicho que os vieron peregrinar desde el norte. Y, dado que pocos os reconocen, debéis formar parte de la misión del páramo. Venís de las Tierras Secas de los sluagh, Tech Duinn, ¿me equivoco? —sonríe con suficiencia, se cree perspicaz y no concibe que su conclusión sea incorrecta. Incorrecta y muy pertinente para nosotros.

—Sí, de allí venimos —miento—. Creímos que era hora de volver a la capital. —Si te regalan una coartada, por educación, debes aceptarla.

—A dar vuestro reporte, claro está. —Nos sonríe nuevamente—. O quizás también hayáis escuchado la buena nueva y venís para el gran evento.

—Ambas —se adelanta a decir Foster.

—Me lo imaginaba. No os avergoncéis. Es normal que gente de fe como vosotros, que lleváis nuestra palabra a las tierras salvajes, tengáis curiosidad por presenciar algo como esto. Vuestra experiencia y vuestra información le será muy útil a la comunidad y, además, alguien debe ser testigo de lo que acontezca aquí para difundir la palabra cuando regreséis.

—Os agradecemos vuestra comprensión —comento yo al más puro estilo novelesco de época, aunque no sepa de qué narices habla. Foster comprime los labios para retener la risa. Le doy un codazo disimulado.

—Y vuestro ímpetu y firmeza serán un buen ejemplo para los hermanos de la capital —prosigue el prior—. Su espíritu se ha ablandado.

—No somos merecedores de esas alabanzas —respondo.

El prior nos dedica una señal que interpreto como una desenfadada bendición.

Por fortuna, el religioso no nos pide un informe in situ sobre nuestra sagrada misión en el extranjero y se dedica a divagar sobre la languidez de la fe en la capital, las tentaciones y cómo la juventud se aparta del camino de la contemplación; «bla, bla, bla», mucho texto. Creo que, a este paso, va a fundir el transistor que no hace más que crujir buscando la palabra más barroca posible en nuestro idioma e incrustándomela en el cerebro. Y yo que pensaba que era redicho..., pues este hombre (o sidhe) me supera con creces.

Nadie se atreve a interrumpir el discurso del prior ni nosotros ni los silentes hermanos, solo el gruñido de las cadenas al intensificarse. Yo ya hace rato que miro con disimulo por encima de nuestras cabezas, acongojado por el tamaño de la ciudad y la bestia que la porta. Sé que otras figuras, igual de titánicas, navegan el aire tras su estela, pero la densa capa de nubes no me deja ver a tanta distancia.

Realidad modulada (Libros 1 y 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora