EPISODIO 2, ESCENA 9: En la que una mala hierba crece en el jardín.

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«Un jardín que crece y cambia...». [1]

Crezco, me extiendo y salto entre los animales con las rodillas peladas. Es hora de llenar sus abrevaderos. Nadie quiere hacerlo, no sé por qué, no está tan mal.

Tres giros, despliego los brazos y sonrío, pero me tropiezo con la inmensa barriga de mi padre y caigo al suelo. Hago el spagat al caer y me levanto de un salto.

«No seas inútil, mierdecilla. Trabaja y déjate de mariconadas». Le veo alejarse y correteo de nuevo. Recolecto paja y se la doy al elefante, luego juego con su trompa y bailo a su alrededor.

Aspiro el humo, aspiro los colores y exhalo.

Exhalo y sobrevuelo la entrada de la caravana y los aperos del descampado. Mi padre no me atrapa. Salto de la tarima al techo y de ese techo al siguiente.

«Baja, mierdecilla» me dice. Ya no está enfadado. Me mira con curiosidad. «¿Así que sabes saltar? Bien, ya eres mayorcito para las carpas. Irás al trapecio con Fefe».

«Un jardín con fuego entre sus plantas...».

Fefe es delgado, fuma y es viejo. No, espera, no fuma, y no es viejo. Fefe es pelirrojo, eslavo y me enseña a usar el trapecio.

«Agárrate, da una vuelta en el aire, salta, sujeta a tu compañero, agárrate y salta otra vez». No se me da mal el trapecio.

El aplauso del público, la emoción en la garganta, extender mis brazos y mis piernas, libre. Me gusta.

La música, falta la música. La voz, falta la voz.

Doy una pirueta en el aire bajo los focos y atravieso el humo de colores. Y la veo a ella y, al hacerlo, escucho otro fragmento de la canción que suena en el aire.

«...Que ahora todo está en movimiento...».

Es rubia como el trigo, ríe con el sonido de las campanillas y baila sobre una lona. Su hermano mayor arroja cuchillos a un blanco. Sus padres se quieren. Son nuevos en la troupe, antes eran feriantes.

Me presento con timidez, ella me invita a algodón de azúcar. Su padre tiene su propia máquina para hacerlo. Con la lengua, dulce corremos, trepamos y nos deslizamos. Dice que le gusta bailar y cantar. A mí también, pero ella lo hace mejor que yo.

Jugamos en la máquina de la gitana. No, en la máquina del adivino. Tras el cristal, el muñeco de cera con turbante nos lee futuro por cincuenta céntimos. La máquina del provenir chirría. El hombre del turbante abre la boca. Una bola lacada y grabada cae en el compartimento. «Te esperan tiempos difíciles», pone.

Ella me enseña a bailar como su madre le enseñó a ella. Baila encima de un pequeño poni en la pista. Recibe más aplausos que yo, aunque yo le aplaudo también. Algunas tardes ensayamos juntos y, junto a ella, se me olvida el trapecio, los animales y mi padre.

A mi padre no le gusta que baile, piensa que eso es de mariquitas. A veces le miento y le digo que su hermano nos enseña a lanzar cuchillos. Para mi padre, eso sí es aceptable. Y es cierto que nos enseña de vez en cuando y no se me da nada mal, pero lo que me gusta de verdad es bailar con ella.

Giro, vuelta, plié, relevé. Danza.

Ella quiere ser artista de verdad. Estudiar interpretación y así poder triunfar en televisión y vivir en una ciudad, en una casa normal como la gente normal, lejos de su familia y, sobre todo, de su asfixiante madre.

La humareda se mueve y yo bailo entre sus volutas. Crecemos. Tenemos otros amigos en las carpas, pero ella y yo permanecemos siempre unidos. Hasta que un día nos besamos.

Realidad modulada (Libros 1 y 2)Where stories live. Discover now