Anexo I. Monstruos en el bosque

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Mayo, 341 después de la Catástrofe

Al otro lado del muro, en el Bosque, Gabrielle Schwarzschild hacía su respectiva guardia en las alturas de la torre de vigilancia, en Claro Silencioso, la única zona en la que no había demonios. 

Con su arco en mano y carcaj a la espalda, lista para reaccionar y preparar una flecha en cuestión de milésimas de segundo, vigilaba el campo de stäl donde otros soldados rasos recogían la planta crasa con dicho nombre. El bosque podía ser peligroso por cualquier motivo. Lo más notable eran los demonios, pero también lo más fácil de esquivar. La niebla que no dejaba ver, el terreno a veces traicionero, las plantas venenosas y los hongos, los gases de la tierra. 

Había que prestar mucha atención. 

El sargento primero David Schwarzschild subió a la torre y le acarició el vientre desde su espalda, sin despegar la mirada de la zona vulnerable donde trabajaban los soldados rasos especializados en la recolección de la planta. 

—¿Cómo está la arquera más atractiva de todo el pelotón? —preguntó él. 

Gabrielle sonrió, aunque con la máscara puesta su gesto de cabeza pareció más un reproche. Observó su entorno y se dio cuenta de que era la única mujer alrededor. 

—Eso no dice mucho de mí. 

David se levantó la careta, en contra del reglamento, y Gabrielle lo imitó para recibir un beso fugaz. 

—Bueno, cariño, si fueras hombre tendrías que competir conmigo, y no sería justo. 

—Claro, porque eres el sargento primero más atractivo de todo el pelotón. 

—Vaya, gracias.

Entonces David se fijó en un gesto del cabo primero de la unidad encargada de recolectar el stäl: ya estaban acabando, podían empezar a recoger. 

—Venga, en una hora estamos en casa —dijo terminando la frase con una palmada en su carcaj que la sobresaltó, y Gabrielle se vengó dándole un revés en el abdomen—. Vamos, recogemos —dijo en voz alta para que le oyesen todos en la plataforma—, volvemos a casa. No os dejéis nada —por el camino chocó los nudillos con el arquero encargado de la torre, quien a su vez mandó a otros dos subordinados llevar las cosas a la caravana. 

Mientras bajaba las escaleras, escuchó de nuevo la voz de su mujer, aquella que destacaba por encima de todas las demás. 

—Erik —llamó al arquero superior—, mira eso. 

David se paró en seco y, curioso, se acercó a ver qué sucedía. Gabrielle tenía una flecha preparada, y el suboficial hacía un medio gesto con la mano, listo para dar órdenes en cuanto el sargento así lo señalara. Cuando David se asomó a la barandilla, observó un movimiento extraño entre las sombras de los árboles lejanos. Sin perder ni un segundo, sacó el torso todo lo que pudo y formó pronunciados y silenciosos gestos hacia el cabo primero que dirigía el grupo agricultor. 

El suboficial reaccionó sin titubear, avisó a los soldados para dejaran lo que tenían entre manos y se prepararan para recibir a lo que fuera que se acercara. Los menos experimentados, como mandaba el protocolo, recogieron todo lo importante y lo llevaron a la caravana, lista para correr si el sargento primero daba la orden. Por el momento David no ordenó la huida, no habrían tenido tiempo de meterse todos en la caravana y escapar con la suficiente rapidez para dejar atrás lo que se avecinara, que parecía ir a gran velocidad. Lo más sensato era prepararse para luchar. 

Antes de una batalla siempre lo perseguía la misma sensación. La garganta se le secaba, atendía al movimiento de su pecho, al sonido de su respiración siendo expulsada a través de los filtros de la máscara, la tela del traje pegada a su piel, el latido nervioso de su corazón. El característico cosquilleo corriendo por su sangre que le confería la precisa velocidad para actuar, y por último, la necesidad imperante de esforzarse en seguir concentrado mientras transmitía las órdenes pertinentes, vigilaba al objetivo y pensaba en la mejor estrategia. Todo ello sumado, además, a no poder quitar el ojo de encima a Gabrielle para asegurarse de que estaba bien. 

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