Capítulo X. Ahora sí: aquí empieza

569 88 139
                                    

Se oyó un susurro.

O quizá fue la exhalación de un último aliento.

Alguien acababa de morir en la Ciénaga, y aquel sonido había sido su último suspiro.

Esta acogía a toda clase de cosas muertas: desde los organismos más grandes hasta los más pequeños; desde los vegetales que se pudrían por el exceso de humedad y escasa luz hasta los animales que morían intoxicados por el hedor corrosivo del ambiente.

Las aguas coaguladas no diferían mucho de la propia ponzoña, pues estas también eran terminales para quien tuviese la desafortunada ocasión de caer en ellas.

Pero no era siempre esta quien usurpaba esas vidas.

En la estepa marrón y viscosa yacía un cuerpo tieso y frío. De su estómago emanaba un líquido rojizo y pegajoso sin cesar que se iba deteniendo a medida que el nivel de sangre disminuía de su cuerpo. Y la mayor parte ya no estaba dentro de él, sino esparcida encima de las hojas podridas del suelo, manchando de rojo brillante los gusanos necrófagos que se regocijaban en ellas.

Y una parte, que no contaba, estaba en el filo del cuchillo que lo había atravesado.

La otra parte restante se repartía entre la mano que lo agarraba y el niño al que pertenecía esa mano.

Pálida, inocente.

Pálida como la piel del cadáver que se tornaba azulón y morado por momentos, el cual empezaba a secretar vísceras negras por la boca abierta.

Pero inocente no. No era inocente ese niño que había asesinado a su propio padre en la Ciénaga de los Muertos. En otra ocasión lo había sido, pero en esa no.

Lo miraba inmóvil y sin pestañear, y no se arrepentía para nada de lo que había hecho. Y lo volvería a hacer, sin duda, si hubiese tenido otra oportunidad.

No sentía frío, pese a que la húmeda niebla se calaba hasta los huesos. No sentía el escaso aire rozarle los brazos desnudos y ensangrentados. No sentía nada. Ni remordimientos, ni arrepentimiento.

Nada.

Tenía la mirada tan vacía como los ojos gélidos de aquel cadáver.

Abrió la mano, como un autómata, y dejó caer el cuchillo al suelo. Se dio la vuelta con total indiferencia y, con la misma atención que antes, se marchó.

Tan solo se quedó un susurro suspendido.


Noviembre, 341 después de la Catástrofe

Me desperté desubicado y con el corazón bombeando con fuerza en alguna parte de mi cuerpo. Me coloqué una mano en el pecho y tragué una honda bocanada de aire, y poco a poco fui recordando quién era y dónde estaba.

Me hallaba en la penumbra de mi habitación, en mi cama ahora sudada y las mantas en el suelo. Empecé a ser consciente del ruido que envolvía la estancia: aún no había dejado de llover. Oí unos golpes y miré asustado en aquella dirección, pero solo era la contraventana, que chocaba en los cristales a causa del viento.

Había tenido otra pesadilla.

Me levanté a cerrar las contraventanas y el suelo de madera me lamió con su frialdad. Retazos del sueño me cruzaban la mente aunque ya estaba despierto, como si quisieran insistirme en algo. La memoria es incomprensible y caprichosa: si había olvidado alguna cosa que ahora quería recordar, ¿por qué no lo dejaba salir sin más?

Cuando abrí la ventana una corriente de aire húmedo entró en mi habitación y me recorrió un escalofrío. Observé el páramo. El muro estaba ahí, a lo lejos, en alguna parte, oculto por la recelosa niebla.

HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora