Recuerdo VII. ¿Dónde están esas estrellas?

508 82 226
                                    

Cuando un adulto olvida que una vez fue niño, a veces olvida que los niños lo son. Y entonces no es extraño ver a un niño convertido en adulto.


Octubre, 315 después de la Catástrofe

Gabrielle y yo quedamos en la plaza, delante de la puerta del ayuntamiento. Me condujo a un lateral del edificio donde habían unas escaleras con barandilla formada por los mismos sillares, por las cuales se llegaba a una entrada anexa en la segunda planta, estrecha y sencilla. Gabrielle llamó con los nudillos y escuchamos un «¡voy!», y David nos abrió en seguida.

Al entrar había un pequeño recibidor con una sola silla de madera, no cabía mucho más a parte de un gancho para colgar las llaves y un pequeño cuadro descolorido de un paisaje. Las paredes estaban pintadas en un amarillo apagado que, al no llegar la luz al recibidor, parecía más bien ocre. Seguimos a David y atravesamos un arco que nos llevó al salón: un sofá con el tapiz desgastado, un ventanal a su espalda cubierto por una cortina vieja que no dejaba entrar la luz, una mesa céntrica de cristal y base de bronce en la que todavía reposaba un vaso con una sobra de un líquido anaranjado, y poco más a parte de un armario con baldas y puertas de cristal con más vasos y más botellas semivacías. Ni decoración ni más objetos de los imprescindibles. Qué casa tan sosa. ¿Aquí pasa su tiempo el alcalde?

Al oírnos entrar, el señor Schwarzschild salió de la cocina, separada del salón por una sencilla cortina de hilos, y nos tendió la mano como a los adultos.

—Buenas tardes, señor Bauer y señorita Schäfer —dijo con gentileza, agachándose para llegar hasta nosotros—. ¿Os gustan las galletas de avena? —Ambos asentimos con energía—. Vamos, David, invita a tus amigos a un poco de leche con galletas.

David nos condujo a la cocina. Un solo fogón, una campana y el fregadero era el único equipamiento, además de las puertas de la alacena en la pared contraria, y una mesa cuadrada para cuatro sillas, manchada por la luz que entraba desde la minúscula ventana.

David cogió la botella de leche de la encimera y tres vasos del armario. Las galletas estaban encima de la mesa, sobre un tapete de puntillo blanco, pero nos dio reparo cogerlas con el señor Schwarzschild delante.

—Son para vosotros, ánimo, comeos todas las que podáis —dijo Christopher al darse cuenta de nuestra incomodidad.

—Gracias, señor Svarchild —dijo Gabrielle. David se sentó con nosotros y nos llenó los vasos.

—A vosotros por venir, me alegra que David tenga unos amigos tan educados. Oye, Mikhael, me han contado que tú conoces bien a Darek van Duviel, ¿no es así?

Asentí mirándole con apuro por la galleta que acababa de meterme en la boca.

—Ajá.

—¿Y ese amigo tuyo... le pasa alguna cosa?

—Hmm... Creo que no.

—Me han dicho que no va a la escuela. ¿No has hablado con él últimamente?

Negué con la cabeza y una respuesta gutural.

—¿No sabes si está enfermo o tiene algún problema?

Le di la misma respuesta, y un nuevo mordisco a mi galleta.

El alcalde se quedó pensando un momento, pero luego nos ofreció una sonrisa.

—Bueno, chicos, os tengo que dejar, David será vuestro anfitrión esta tarde. —Su hijo sonrió con orgullo y un bigote blanco—. Y, Mikhael, nuestra casa está cerca, puedes venir a vernos cuando quieras —dijo guiñándome el ojo y se levantó—. Lo mismo digo por ti, Gabrielle, tus padres pueden traerte cuando quieran, a David le encantará que vengas.

HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora