Capítulo IV. Dejarse llevar no cuesta nada

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Junio, 341 después de la Catástrofe

Ya lo teníamos todo resuelto: la casa, mi aspecto, su vestido, incluso había mantenido una conversación con un viejo conocido. ¿Qué más hacía falta para reintegrarse en la sociedad? Bueno, quizá algunas habilidades interpersonales.

La mansión Schwarzschild se situaba en lo alto de la Colina Gris, a diez minutos a pie del Páramo. Se llamada así por los campos de lavanda y olivos colindantes que le daban ese color desde la distancia. La parcela estaba limitada por unas enormes vallas de hierro negras con decoraciones de florituras y a tramos envueltas en un manto de plantas trepadoras. En la entrada, el cochero nos abrió la enorme puerta que, con el mismo hierro forjado, indicaba el nombre de la familia.

Entramos, pero todavía nos quedaba un buen tramo a pie para llegar. A la derecha inmediata había una caseta de ladrillos donde un guarda hacía su vigilancia y donde el cochero esperaba por si los señores salían a dar un paseo o querían simplemente viajar hasta el pueblo. A la casa se llegaba siguiendo un camino empedrado y un extenso jardín a ambos lados con sauces y otros árboles que cubrían el suelo con un manto de hojas caídas. A medio camino entre la casa y la entrada, el paseo empedrado se ensanchaba y rodeaba una enorme estatua de bronce enverdecido, con la forma de un ángel pacífico, que mantenía su espada clavada en el suelo y ambas manos la cogían por delante del torso; sus ojos miraban hacia abajo, hacia nosotros, y con ese gesto nos pedía que, si seguíamos adelante, olvidásemos nuestras armas allí mismo y avanzáramos con gesto amistoso.

Después de un suntuoso tramo que daba cuenta del poder y la elegancia de la familia, llegamos al fin a la mansión de planta elíptica. Toda pintada de blanco, poseía un gran número de ventanales que salpicaban la fachada decorada con austeridad, se dividía en tres plantas y la baja estaba constituida por grandes ventanales que dejaban ver el interior iluminado como un escaparate de su riqueza; la primera planta estaba formada por balconadas cuyas barandillas seguían el estilo de las vallas de hierro que rodeaban la casa; y la segunda era más modesta, y estaba coronada por un tejado de tejas grises a dos aguas. Uno no podía evitar sentirse la hormiga más insignificante del mundo cuando estaba lo suficientemente cerca de la casa para apreciarla en toda su magnitud.

Llegamos al fin a la puerta y el cochero llamó a la aldaba. Entonces nos abrió el ama de llaves y nos dijo que pasáramos, que los señores nos estaban esperando.

Creí que después de tantos años me sorprendería volver a ver el interior de la casa, que sería como conocerla de nuevo. Sin embargo, no había cambiado nada. Y no solamente porque todo estuviese en el mismo sitio: la escalera majestuosa cubierta por una alfombra de diseños complejos, el techo altísimo con frescos de un manto estrellado irreal y el suelo de mármol en el que casi podías verte reflejado, además de todos los muebles de maderas nobles, esculturas delicadas y cuadros preciosistas. Pero la opulencia que me rodeaba no me impresionaba para nada. Había pasado media infancia en esa casa, y aunque fuesen doce años los que había tardado en volver a pisarla, a mí me parecía más bien la semana pasada.

Por el contrario, volver a ver a la familia fue como si hubiesen pasado siglos desde la última vez que habíamos tenido contacto. En cuanto Vanda y yo entramos al salón acompañados del ama de llaves, los cuatro miembros giraron la cabeza en nuestra dirección y sus expresiones se iluminaron de alegría. Tan pronto como entramos en el salón se acercaron a saludarnos. Todos habían cambiado: Gabrielle se había cortado el pelo castaño hasta los hombros y su complexión se había vuelto robusta, pero se adivinaba una barriga incipiente; Christopher y Eden habían sumado años así como elegancia; y David, a quien ya había visto días antes, tenía el mismo aspecto de siempre, solo que sus facciones se habían endurecido.

Gabrielle fue la primera en abrazarme, de sopetón y con tanta fuerza que no me dejaba respirar. Su cabeza me llegaba por el pecho y, del mismo modo, la recogí entre mis brazos. Fue un abrazo largo en el que a ambos se nos humedecieron los ojos.

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