Capítulo III. La familia no se elige

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Junio, 341 después de la Catástrofe

—Esto se va a la basura. Y esto también.

—Deja de tirar mis cosas.

—Toda la puta casa está llena de tus cosas.

—¿Será porque es mi casa?

—Pues yo también vivo aquí, así que vete a la mierda.

Chasqueé la lengua. Pero le había prometido que le dejaría organizar lo que quisiera que no estuviera encima de la mesa grande, la que usaba para hacer los bocetos. Así que solo pude mirar con impotencia cómo cogía mis papales, trozos de materiales inservibles, pruebas de arcilla, esbozos de proyectos pasados, botes de pigmento que nunca usaría por su mala calidad, pinceles viejos, telas estropeadas, muebles rotos y otras cosas sin categoría específica y las amontonaba en la entrada de la casa para luego cargarlas en el carro y llevarlas al pueblo a venderlas/tirarlas/regalarlas o destruirlas para que no se me ocurriera volver a por ellas.

Se emocionó tanto cuando le dije —en voz baja— que estaba dispuesto a ordenar la casa que se echó encima de mí y me abrazó y me besó con tanta efusividad que me dio un golpe en la mejilla con la nariz y casi me saca un ojo. Me arrepentí en el momento: debió entender que le estaba pidiendo ayuda, y no quería implicarla en mis decisiones porque sabía que iba a tomar el control y me obligaría a mirar con impotencia cómo se le iba de las manos.

Como ponerse a tirar mis pertenencias.

Pero ya era demasiado tarde.

—¡Eso no lo toques, es un trabajo de clase que hice cuando empecé la carrera!

—¡No está en la mesa grande!

Estuvimos cinco días limpiando la casa. Comenzamos por el taller porque era lo más importante, luego revisamos las demás partes y tiramos todo lo que no servía, o lo que Vanda decidió que era simple basura. Tres cuartos de mi armario desaparecieron cuando no me di cuenta, vi el fondo de los cajones por primera vez desde ni me acuerdo, mi dormitorio parecía vacío sin los libros tirados en el suelo, sin los muebles cubiertos de ropa amontonada, sin el escritorio... Ni siquiera recordaba que tuviera un escritorio.

Después nos pusimos a arreglar muebles o a fabricarlos, como la nueva estantería en la que colocaría mis útiles ordenados y clasificados. Y pintamos las paredes. Fregamos a fondo la cocina. Retiramos el polvo de todas las superficies. Quitamos las telarañas. Limpiamos los cristales...

Y cuando terminamos de desempolvarlo todo y limpiar cada rincón, la casa parecía otra por completo distinta, mucho más grande y con más luz, que entraba por un ventanal con vistas al jardín trasero y que hasta entonces había estado cubierto por estantes y papeles. Ahora podíamos ver la naturaleza salvaje del Páramo. Nos propusimos arreglar también el jardín e incluso construir un merendero. Con el cambio de mi espacio sentí que también se despejaba mi interior.

—Pues ya está —dije sentándome, fatigado, a fumarme un cigarro.

—Solo nos falta una cosa.

—¿El qué?

Vanda me señaló las escaleras.

—El escalón suelto.

—Ah. Ya lo haré mañana.

—Mañana es la cena —me recordó, y me quitó el cigarro de la mano. La miré con incredulidad, pero me ignoró—. ¿Qué vas a ponerte?

—¿Estás de broma? Has tirado toda la ropa de mi armario.

—Ah, ¿esos harapos eran tu ropa?

—No voy a ninguna parte, solo tengo ropa para trabajar. Tenía.

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