Capítulo VII. Una mala noche

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Noviembre, 341 después de la Catástrofe

A finales de mes, tiempo después de haberme reconciliado con David, la familia Schwarzschild me invitó a una fiesta en su casa. Motivo: el embarazo de Gabrielle, que ya se le empezaba a hacer evidente.

Apenas hacía tres meses que había comenzado mi rehabilitación, o mi esfuerzo por reintegrarme en la sociedad. Cuando empecé y me decidí a salir de casa sabía que tendría momentos difíciles y que ciertos hechos del día a día y de la interacción con los demás me harían retroceder en mi objetivo, y que tendría que pararme a reflexionar para seguir mirando hacia delante. Y llevaba demasiado tiempo estancado en casa y algunas cualidades del ser humano se me iban escapando por mi ignorancia y mis escasas habilidades sociales. En otras palabras: era como un niño que apenas había empezado la escuela. Aquel sábado fue uno de esos días.

Stefan llegó por la mañana, puede que con retraso: se disculpó por llegar tarde y me hubiese sorprendido lo contrario.

—Lo siento, no encontraba ninguna camisa vieja.

No le dije nada. Para qué. Si ya nos conocemos. Le dejé pasar y caminó tras de mí hasta el taller. Vanda estaba semiacostada en el podio, con el pecho al descubierto y una sábana que le cubría la pelvis. Al verla, Stefan farfulló unas disculpas atropelladas y se dio la vuelta.

—No me digas que ahora te da vergüenza ver una mujer desnuda —le dije dándole una palmada en el hombro—. Ve quitando la piedra como te enseñé el otro día. Tengo que acabar estos bocetos.

Procurando no fijarse demasiado en ella, cogió el cincel y comenzó a retirar los sobrantes de la escultura apenas empezada. Tenía otro encargo del doctor Genezen: me había pedido un cuadro de dos metros de ancho por un metro y medio de altura sobre la vida y la muerte, por lo que Vanda posó para mí alzando una calavera en la mano y mirándola con enfrentamiento; a su alrededor, toda clase de hierbas y vegetales medicinales como cabezas de ajo y matojos de lavanda. Vanda se colocó en varias posturas que probé en varios bocetos, en una sesión que había durado alrededor de una hora.

Cuando terminó, se fue a vestirse porque quería acercarse al mercado.

—Hoy voy a comprar el mejor pescado que encuentre, estamos teniendo una buena racha —dijo cuando bajó, ya arreglada.

—A mí no me importa seguir comiendo gachas, lo sabes.

—Y a mí me importa una mierda con lo que tú te conformes, lo sabes.

Tras coger su cartera, se fue dando un portazo que hizo retumbar las paredes del taller. Entonces me giré a ver el trabajo que estaba haciendo Stefan y me di cuenta de que se me había quedado mirando.

—¿Qué pasa?

—Es guapa su mujer.

Negué con la cabeza y chasqueé la lengua. Cogí otro cincel y comencé en el otro extremo, mientras Stefan vaciaba la parte menos arriesgada.

Por lo general pasábamos toda la mañana y parte de la tarde trabajando, descansábamos treinta minutos al mediodía para comer y a las cinco se iba a casa para llegar a cenar a las seis. Hacíamos todas las horas que podíamos el sábado porque el domingo terminaba a las once, porque todas las semanas acudía religiosamente a la misa con su familia.

Si bien era trabajador, no puedo decir que fuera el mejor ayudante del mundo. Llegaba tarde, hablaba demasiado y, cuando le daba por hacer las cosas a su manera, me sacaba de quicio y discutíamos. Lo llamaba diablillo en mis días de buen humor. A veces me mentía pensando que no me daba cuenta. Una vez derramó un bote de aceite a pesar de que le había dicho que no tocara nada. Debió caérsele por accidente e intentó limpiarlo antes de que volviera. Pero no lo hizo bien y se quedaron restos en los azulejos; cuando pasé por esa zona me resbalé y me caí al suelo, haciendo ceder la estantería de la que me había agarrado y tirando todos los botes de pigmento encima de mí. Luego me dijo que no sabía nada, pero nunca llegué a encontrar ese bote de aceite. Aun con todo, no me salía enfadarme con él. Me caía bien, qué quieres que te diga.

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