Anexo 1. Asalto al Infierno

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Gabrielle esperó por detrás de sus compañeros, en silencio. A la de tres, el sargento abrió la pesada puerta del Infierno y las dos filas de soldados entraron en procesión, sin correr pero con velocidad, siempre con la espada por delante.

Al entrar en la cueva se dispersaron formando una red que inmovilizaba a los demonios; éstos, que no esperaban aquella redada y que habían visto a los soldados entrar de repente, no pudieron hacer más que encogerse y mirar de un lado a otro.

Las figuras grises con máscara antigás adelantaron la punta de sus espadas hacia el grupo de vacum que se recogía en un corro en el centro de la cueva; con los intrusos pegados a la pared no había manera de sobresaltarlos con un ataque inesperado. Y la experiencia les decía que aquellos humanos eran especialmente ágiles y que, atacándoles de cara, no tenían ninguna oportunidad.

El sargento dio la orden con un gesto y un grupo de soldados penetraron en los túneles en busca del resto de demonios.

—Solo venimos a inspeccionar, no os haremos daño si no hacéis ningún movimiento brusco —dijo el sargento alzando la voz lo suficiente para que los demonios en otras cámaras pudiesen escucharle—. Permaneced donde estáis y nos iremos como hemos venido. Estas espadas os pueden cortar por la mitad de una estocada, así que os recomiendo que no os mováis.

Hizo un segundo gesto y la mitad de los soldados entraron en los túneles. Gabrielle siguió a su escuadra a través de un pasillo estrecho, en el que también estaba Erik; caminaba por delante de él. Ambos, aunque eran arqueros, habían tenido que dejar el arco y cambiarlo por una espada, puesto que en la corta distancia les servía para poco más que como molestia. Gabrielle no era muy fuerte, pero sí rápida. Justo al contrario que Erik, por lo que habían prometido cubrirse las espaldas el uno al otro.

Eran los únicos de su pelotón que habían sido escogidos para aquella misión. Gabrielle no entendía por qué.

—Uf, me estoy asfixiando aquí dentro —dijo uno de sus compañeros, que acto seguido se levantó la careta.

—¡Tú! —el grito de Erik sobresaltó a Gabrielle—. Ponte ahora mismo la máscara.

—Pero si aquí no hay gases tóxicos, y me falta el aire.

—Te he dicho que te la pongas.

El soldado se colocó de nuevo la máscara a regañadientes. Gabrielle se medio giró a mirar a su amigo.

—No entiendo qué hacemos aquí. Somos arqueros, no infantería.

—Les faltaría personal y somos los más baratos del ejército.

—Aun así no entiendo por qué nosotros, no tenemos experiencia a corta distancia, me parece un poco negligente mandarnos a una misión de contacto.

—Aquí no hay peligro, los demonios no van a atacarnos. Será como revisar la caja de juguetes de un niño.

—Me siento ofendida, soy una arquera de alto nivel.

—No te quejes, esto es casi como si nos dieran un día de fiesta.

El túnel terminó y llegaron a una recámara de paredes irregulares y estalactitas que colgaban del techo formando una dentadura afilada. Al entrar, los demonios que habían estado ahí huyeron, los soldados pudieron escuchar sus pasos alejarse y desaparecer en la distancia en un segundo, pero no les dio tiempo a detenerlos.

—No importa, dejadlos y sigamos —ordenó Erik.

La recámara estaba repleta de muebles viejos que sortearon. Parecía un gran comedor conde alguien había estado jugando a cartas sobre la mesa polvorienta. Por el suelo habían utensilios pequeños como cucharas de plata y candelabros, prendas de ropa hechas un amasijo y tiesas por tanto tiempo que llevaban ahí tiradas, y polvo amarillo.

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