Recuerdo III. Primera prueba de valor

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No es tan fácil ser un niño
si no sabes dialogar.

En un lugar donde la gracia predomina
el tímido se esconde de la sociedad.

Y sin apenas darse cuenta
ha dejado de contar.


Septiembre, 315 después de la Catástrofe

La escuela estaba en el centro del pueblo, en la Plaza del Arcángel Miguel. Mi hermana Tina, que cursaba el penúltimo nivel escolar, me acompañó de la mano.

Nunca antes había salido de los límites del Páramo y el pueblo me resultó fascinante con sus calles empedradas, las casas con jardín de las afueras y los edificios enjutos de piedra y vigas de madera del Barrio Obrero, con chimeneas humeantes y ropa tendida en los balcones. En la Calle Mayor caminamos junto los carros que venían desde el campo para vender en el pueblo todo tipo de productos agrícolas, y me cautivaron los diferentes puestos de los artesanos en la Plaza del Mercado. Todo olía a queso, especias y dulces, a pan recién hecho, a carbón, a animales vivos y animales muertos, y todos aquellos olores ocultaban el que había siempre: el olor a niebla.

Cuando llegamos al núcleo urbano, lo primero que recuerdo fue la excelsa y gigantesca estatua de mármol blanco de Miguel, el arcángel que, según las creencias religiosas, nos custodiaba.

Situada en el centro de la plaza, tenía el aspecto de un hombre fornido; con los músculos tensos realizaba una pose de victoria y alzaba su espada con la mirada desafiante. El hecho de ser un ángel le permitía liberarse de las prendas humanas, cosa que la Iglesia no hubiese permitido en otro caso. Parte de lo que le diferenciaba de los hombres eran sus grandes y fuertes alas desplegadas que parecían arropar el espacio e invitar a protegerse bajo sus detalladas plumas blancas y revueltas, como si realmente estuviese enzarzado en una despiadada batalla contra los demonios. La parte restante era su esencia sublime, el poder que irradiaba con su mera figura. Si bien no era real, aquella estatua era el exponente unánime de todas las virtudes humanas. Sus ojos eran lisos y blancos, pero penetraban en el alma llegando a producirte una vorágine de sentimientos encontrados, tal vez por la contradicción que suponía al representar una alegoría de orgullo bélico y religioso que prometía alcanzar la paz a través de la guerra. El blanco no podía ser, de ninguna manera, el color de la violencia.

Mi madre me puso su nombre cuando aún no sabía que me convertiría en un adulto más bien flaco y poco diestro para levantar espadas. Poco o nada, mejor dicho, pues era zurdo.

Cuando la campana sonó, una maestra joven llamó a los niños y niñas que empezaban el colegio, y yo no quería soltar la mano de Tina. Me aferré a su mano, a su pierna, a su vestido, a lo que pude, a pesar de la insistencia de la maestra, pero mi hermana también tenía que irse a clase y yo debía afrontar mi primer día. Al final, entre la maestra y mi hermana consiguieron soltarme y llevarme hasta los otros niños.

—¿Cómo te llamas, guapo? No debes tener miedo, es una oportunidad para hacer amigos. ¿No te gusta jugar con otros niños?

Dije que no con la cabeza. La maestra me tenía cogido de la mano y fui con ella hasta el aula, con el resto de niños siguiéndonos en fila por el pasillo. Era un espacio pequeño pero con mucha luz, había unos doce pupitres dobles que miraban a una pared negra y enorme donde había escrito en blanco «bienvenidos». La maestra nos sentó por orden de lista y género: las niñas a la derecha y los niños a la izquierda. Me tocó compartir pupitre con un niño llamado Alek Klein, que era tan pequeño como activo, y que me ponía nervioso porque no dejaba de dar pataditas en el reposapiés de nuestro pupitre.

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