Segunda parte - Prólogo

422 60 57
                                    

Era un dolor intenso que se extendía de forma violenta a través de mi pierna derecha. Una herida recién abierta que quemaba como un hierro candente abrasando la piel, subiendo lentamente desde el talón hasta el muslo.

El dolor por sí mismo era una agonía insoportable, pero era peor la sensación húmeda que fluía de la herida y empapaba la ropa, la sensación de los tejidos abiertos, la carne de dentro hacia fuera. Creo que había llegado hasta el hueso, o al menos esa es la impresión que recuerdo.

Cuando los soldados llegaron, todavía podía sentir las garras del monstruo clavadas en la pierna rasgándome la piel, rompiendo músculos y tendones con la facilidad de quien rasga una hoja de papel.

Aunque podía haber sido peor. Llegaron justo a tiempo —o demasiado tarde, tal vez— para lanzarle diez flechas que lo detuvieron. Justo en el momento en que sus zarpas me alcanzaban la pierna; y yo, caído al suelo, pensé que me había llegado el momento. Sin embargo, mientras me retorcía de dolor, los soldados remataron al gigantesco zoomorfo que se desplomó con un estruendo a escasos centímetros de mí.

Entonces el tiempo pareció acelerarse, tan rápido que apenas puedo recordar todo lo sucedido. Un soldado se arrodilló a la altura de mi cabeza y la apoyó en su regazo, mantaniéndola inmovilizada entre sus manos enguantadas. Mientras tanto, otros dos soldados se colocaban a ambos lados: uno de ellos rasgó el resto de la pernera y el otro procuró mantener agarrada mi pierna. De manera simultánea, otro soldado me abrìa la boca y me obligaba a tragar un líquido aceitoso; asimismo, su compañero impregnó mi pierna de una solución acuosa y me sacudí con violencia por el intenso ardor. Acto seguido, sentí una nueva tela enrollarse con urgencia alrededor, a la altura del gemelo.

Creí que la tortura no terminaría nunca, cada acción parecía repetirse cinco veces, con más duración de la necesaria, y ni siquiera era capaz de entender qué estaban haciendo y por qué.

De pronto noté un peso plomizo en todo el cuerpo, las sacudidas cada vez se me hacían más costosas, moverme era un esfuerzo agotador. Mis extremidades parecían haberse pegado al suelo de cemento. Ya no me podía mover. Intenté mantener los ojos abiertos. No pude hacerlo.

Y sin perder tiempo, mientras sentìa mi cuerpo volverse rígido como una piedra y la conciencia se me iba apagando poco a poco, los cuatro soldados me levantaron del suelo y me sacaron de allí.

HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora