Capítulo XV. Colapso

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Noviembre, 341 después de la Catástrofe

Ya está: había vuelto a obedecer a Christopher. Porque en realidad siempre tenía razón. Porque no era conveniente llevarle la contraria.

Me pasé la tarde tirado en la cama. Sentía que estaba perdiendo el control sobre mi vida; más aún, sentía que nunca lo había tenido. Todas mis decisiones me parecieron erróneas. ¿Por qué había malgastado cuatro años en una carrera que no me apasionaba? Porque Christopher me convenció de que era la mejor opción para mí: estamos en guerra y necesitamos gente como tú. Y el arte no servía para nada; lo único que se me daba bien era inútil. ¿Por qué mi relación con Darek resultó tan desastrosa? Porque había insistido en construir algo con él que era imposible, porque no había aceptado que pudiéramos ser solo amigos, y le había confundido a él y me había engañado a mí mismo. Si hacía lo que quería tenía malas consecuencias; si hacía lo que me decían, la misma cosa.

Me había quedado estancado en los veintidós; desde que me encerré en casa mi vida había transcurrido vacía. Me acosté en mi plena juventud y amanecí hecho polvo por la edad. Pensarlo me daba vértigo: nunca recuperaría el tiempo perdido.

No tenía mucha esperanza de vida, en realidad, no veía un futuro muy lejano. Como mucho llegaría a cumplir dos o tres años más. ¿Qué iba a hacer yo con tanto tiempo? La vida tenía que ser algo más que sobrevivir. David y Gabrielle se habían casado, iban a traer una nueva persona a este mundo y el ciclo empezaría de nuevo con aquella creación suya. Serían una familia, con un empleo que era parte de su vida y rodeado de personas queridas. Yo solo me tenía a mí mismo, que no me soportaba. Vivía en mi lugar de trabajo, como una herramienta más de mi taller. Al menos tenía la compañía de Vanda, pero no apareció por casa en todo el día, y yo necesitaba hablar con alguien.

Ya de noche, cuando me di cuenta de que no iba a poder dejar de pelearme conmigo mismo, salí en dirección al pueblo, a pie, y, cuando llegué a la plaza, el reloj del ayuntamiento marcaba las dos menos veinte.

«Eres penoso, Mikhael. ¿Cómo te atreves a molestarla a estas horas?»

Aquellas palabras me martillearon durante el tiempo que estuve vacilando en llamar a su puerta. Pero estaba desesperado, así que golpeé la aldaba un par de veces, demasiado suaves. Pasó un rato y no me abrió, así que respiré hondo, hice acopio de valor y llamé tan fuerte como pude.

La doctora Elizabeth me atendió en bata y con las gafas puestas, con expresión de somnolencia. Ya estaba acostumbrada a atenderme de madrugada, por lo que no se sorprendió.

—Mikhael. —Su expresión era preocupada, debía de tener una apariencia penosa—. ¿Qué ocurre?

De tantas cosas que tenía en la cabeza no supe qué responder.

—Anda, pasa —dijo con suavidad.

Me senté en la butaca de siempre, frente a la doctora. Ella encendió un par de velas y se sentó frente a mí, con las piernas cruzadas, el cuaderno sobre su regazo y el lápiz preparado para ponerse a la tarea.

—¿Has tenido otra pesadilla?

—Ni siquiera he podido dormir.

—Ya veo... —dijo, y apuntó algo en la libreta—. ¿Qué es lo que te preocupa?

—Qué es lo que no me preocupa. —Solté un largo suspiro, sintiendo cómo crecía un nudo en mi garganta.

—Déjalo salir, Mikhael, no lo retengas.

Su mítica frase: no te lo quedes dentro. De todas las cosas a las que no le hacía caso, aquella era la más repetida y desoída. Así que apreté los dientes y lo mantuve tan fuertemente agarrado como pude.

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