Capítulo XIV. Castigo

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Noviembre, 341 después de la Catástrofe

Ya de noche, después del toque de queda, me senté en la silla de mi habitación, en una esquina, al lado de una mesita y una lámpara azul. Me puse a leer un libro sobre anatomía de las aves mientras tomaba apuntes para entretenerme durante la guardia.

Dejé la puerta abierta porque se suponía que estaba de guardia. Éramos dos profesores y cada uno tenía su zona.

Cuando llevaba un buen rato sumergido en la lectura, escuché pasos ligeros provenientes del pasillo y, creyendo que era mi compañero, cerré el libro y fui a ver qué quería. Sin embargo, no era él.

—¿Qué haces aquí, Stefan?

El chico estaba plantado frente a la entrada, con su pijama blanco de manga corta y el pelo revuelto.

—Tengo que ir a mear.

Los aseos se cerraban con llave por varios motivos: el principal era evitar que se convirtiera en excusa para los que eran pillados deambulando por los pasillos. De manera que cuando alguien tenía que ir a hacer sus necesidades, debía acudir al profesor de guardia para que le abriera la puerta.

Me levanté y cogí las llaves y mi bastón para acompañarlo.

—Nunca le había visto con gafas —dijo cuando empezamos a caminar—. Le quedan bien.

No le respondí.

Anduvimos en silencio a través del pasillo flanqueado por una serie de puertas. Las habitaciones formaban un bloque en el centro del módulo y en los laterales. En cada una había una litera doble, un escritorio para dos personas con dos sillas, dos lámparas azules, un ropero para seis uniformes y cuatro pijamas, dos cajoneras, una papelera y lo poco que hubiesen colocado los estudiantes. Aunque llamarles estudiantes se quedaba frívolo, cuando eran casi como aprendices de soldado.

Al final del pasillo, al lado de la salida, habían los aseos.

Esperé en la semioscuridad a que saliera, en un silencio interrumpido solo por las corrientes de aire y ahora por los sonidos que salían de la habitación. Stefan salió pasado un breve rato y fui a cerrar la puerta.

—¿Te has lavado las manos?

—Si —dijo mosqueado.

Una vez solucionado el problema y cerrada la puerta, regresamos camino a nuestras habitaciones. Lo dejé justo en la puerta de su dormitorio.

—Venga, a dormir —le dije cuando vi que remoloneaba.

—No tengo sueño, señor Bauer.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Te canto una nana?

—No. ¿No puedo quedarme a charlar con usted? Así la guardia se le hace más entretenida —dijo con una sonrisa de pillo.

—Vete a dormir, Stefan.

El chico se rindió y, con expresión decepcionada, se giró a abrir la puerta de su cuarto.

—Oye, espera. —Lo frené. Stefan me miró con curiosidad, con la mano todavía en el pomo—. ¿Tú estudias sobre los demonios, no?

—Demonología, sí.

—Ven, no quiero despertar a tus compañeros. —Lo cogí del brazo y lo arrastré por el pasillo hasta el módulo de las habitaciones de los profesores, que se quedaban vacías por la noche cuando estos no tenían guardia—. ¿Crees que es posible que un demonio etéreo pueda meterse en el cuerpo de otro demonio?

Stefan me miró interrogante y lo pensó. No sé cómo se me ocurrió preguntarle a él.

—Hmm... A ver, los demonios etéreos se meten en cuerpos para poder moverse y tener más fuerza. Piense que son como un diente de león, no tienen la capacidad de moverse por sí solos. Un cuerpo es un cuerpo, supongo que da igual de quién sea.

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