Recuerdo X. Un niño gritaba

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Se oyó un susurro.

O quizá fue la exhalación de un último aliento.


Octubre, 315 después de la Catástrofe

Me pasé toda la tarde lamentándome por no poder hacer nada. Durante la cena con Tina y mi madre apenas comí pese a su insistencia, y me retiré tan pronto como me fue posible.

Aquella noche no me apetecía dibujar. Me acosté en la cama y miré el Páramo a través de la ventana. Esperé en mi habitación hasta que escuché a Hugh entrar en casa dando trompicones, y seguí esperando largo rato hasta que dejé de oír ruidos en la cocina, que se trasladaron a las escaleras y luego al dormitorio de arriba. Por último, la luz de la planta superior que se proyectaba en el jardín trasero se apagó, y cuando comencé a oír los ronquidos de Hugh me quité las mantas sin perder un segundo, me levanté de un salto y me vestí con un grueso jersey y las botas.

Entonces abrí la ventana y el aire gélido me traspasó; salté por ella con el mayor silencio posible y, en cuanto mis pies pisaron las amapolas muertas del patio trasero, eché a correr hacia la casa de los van Duviel.

Silenciosa, lúgubre, cubierta por un fino manto de niebla que bailaba con el viento. La casa parecía tranquila. Había una luz tenue que se filtraba a través de las dos ventanas que daban al salón. Caminé a tientas acompañado de los sonidos nocturnos, el susurro de los árboles, los grillos en la lejanía, el aleteo de los murciélagos. Caminé con el corazón en un puño, temiendo hacer algún ruido con mis pisadas. Cuando llegué a la altura de las ventanas del salón, me agazapé para caminar por debajo del marco y llegué a la ventana de la habitación de Darek.

Entonces me asomé y vi, entre el trecho descubierto por las cortinas a medio correr, a mi amigo durmiendo con incomodidad.

Estiré un brazo a través de los barrotes y llamé. Golpeé el cristal de la ventana con mis nudillos, despacio, temiendo hacer demasiado ruido y alertar a su padre. No se despertó. Volví a intentarlo con algo más de fuerza, y mi corazón se disparó. Mis manos temblaban cuando lo intenté por tercera vez, ya desesperado. Si no conseguía llamar su atención, no podría hacer nada. Y si llamaba más fuerte y su padre se daba cuenta, estaríamos ambos perdidos.

Darek se movió, pareció despertarse. Con una nueva esperanza, seguí llamando hasta que se percató. Abrió los ojos, asustado, y al verme se levantó con rapidez y se acercó a la ventana.

Cuando lo hizo, su sombra proyectada en la pared se agrandó y quedó encajada en el rectángulo iluminado que, delineado por las cortinas y una curiosa forma creada por las ramas del árbol próximo, se asemejaba a un ataúd.

Darek desbloqueó la ventana, con cuidado de no hacer ruido.

—Mik... —Su voz era temblorosa—. ¿Qué haces aquí?

Al acercarse vi que tenía moratones por todas las partes visibles de su cuerpo, en el cuello, en la mandíbula, en las muñecas.

—¿Qué te ha pasado? —Mi voz se volvió trémula por la emoción.

Darek intentó explicarse, pero también se derrumbó y se le cortaron las palabras.

—Busca ayuda, por favor —dijo en un hilo de voz.

—¿Qué está pasando? —pregunté con los nervios de punta.

—No lo sé. Mi padre se ha vuelto loco. Me ha pegado y no me deja salir. —No pudo terminar la frase porque se puso a llorar—. Porfa, Mik, dile a alguien que venga...

Entonces Darek se cortó.

Hubo silencio.

Y, de pronto, pisadas.

—¡Vete, corre!

La puerta se abrió. Ante el ataúd apareció la figura esquelética del señor van Duviel, pero —tal vez por capricho de mi memoria— sus ojos se habían vuelto completamente negros, su rostro surcado por afiladas marcas de expresión y su boca formaba una sonrisa torcida.

Ambos gritamos.

La escena se volvió confusa.

El señor van Duviel cogió a Darek de un brazo, mientras él se sujetaba a un barrote de la ventana con la otra mano, gritando y llorando y pidiendo socorro una y otra vez.

Alargué la mano y lo cogí con todas mis fuerzas para que el monstruo no se lo llevara.

—¡Darek! —Intenté ayudarle a soltarse del agarre, pero era inútil: el demonio lo cogió por la cintura y, con un fuerte empujón, consiguió llevárselo.

—¡Mik! —gritó, aterrado, pataleando bajo el brazo del demonio—. ¡Ayúdame!

El señor van Duviel se marchó con él, desapareció en la oscuridad del pasillo y cerró la puerta.

Grité su nombre hasta que me ardió la garganta. Desesperado, intenté buscar una manera de entrar. La casa más cercana era la mía, si avisaba a Hugh él podría derribar la puerta con un hacha. Pero tardaría demasiado tiempo en ir y volver.

La presión me bloqueó. Grité «socorro» tan fuerte como pude, pero no servía de nada. Nadie me oía desde tan lejos. Ni siquiera ladraron los perros.

Si hubiese podido acceder a la casa al menos... ¿qué habría hecho? Yo no hubiese sido capaz de matar al demonio. No era un ángel, ni un soldado. Ni tenía valor, ni espada.

Aun así, di un rodeo buscando una manera de entrar. Todas las ventanas estaban cerradas o tenían barrotes.

Mientras buscaba una entrada, encontré al demonio arrastrando a Darek hasta la cocina, donde cogió un cuchillo.

Me quedé en blanco. Todo estaba perdido. Ya no tenía tiempo de buscar ayuda, gritar no servía para nada, no podía entrar a detenerlo.

El demonio lo agarró del cuello, apresándolo en el suelo, y, arrodillado frente a su frágil cuerpo, levantó la mano con la que empuñaba un cuchillo.

En el Páramo hacía mucho frío, pero las lágrimas ayudaban a mantener calientes mis mejillas.

Sentí cómo el tiempo se ralentizaba y se me caía encima, pesado y duro. Vi el final ante mis ojos. El filo refulgir ante la luz de una vela que se terminaba.

Pero no bajó.

No sabía si era porque el tiempo se había detenido, pero el cuchillo se quedó quieto.

Vi a Darek removiéndose en el suelo, intentando soltarse del agarre de la enorme mano que le atenazaba el cuello y lo mantenía pegado al suelo.

Su rostro se volvió morado por la falta de aire. Dio pataletas desesperadas al ver que no podía respirar.

Pero el cuchillo y el brazo del hombre no se movieron.

La mano del señor van Duviel empezó a temblar. Todo su cuerpo vibró y su rostro se volvió rojo y después blanco. Soltó al niño. Bajó el cuchillo.

Darek dio una profunda bocanada de aire. Se alejó a trompicones de su padre. Lo miró, aterrado, y vi cómo el hombre se apuntaba al estómago.

Cogió el arma con la otra mano, como si intentara cambiar de dirección pero algo se lo impidiera.

Entonces, con el rostro desencajado por una fuerza sobrehumana, bajó el cuchillo.

Y se lo clavó a sí mismo.

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