Recuerdo IX. Imaginaciones de un niño

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En las garras de la oscuridad la vertiente luz inocua,

motivo deshecho en sombras, latente a todo lo que suscite vida.

El rastro de sangre condena aquel que siga su estela

dejando a la luz el fervor del más tenue delirio.

Noemí Núñez.


Octubre, 315 después de la Catástrofe

Me encontraba dibujando en mi cuaderno, abstraído e inmerso en una inagotable imaginación. Un arcángel luchaba hasta la muerte con un grupo de demonios terroríficos en un bosque de árboles muertos. Mientras trazaba la forma de los demonios no pude evitar imaginarlos como el señor van Duviel, me asaltaban imágenes de su rostro cadavérico, de sus ojos negros y vacíos. Los demonios tenían dientes afilados y garras, caminaban encorvados y luchaban tan solo con su mirada tenebrosa. Pero los ángeles debían ser valientes. Ellos tenían armas y espadas, pero no les habrían servido de nada si no hubiesen tenido valor. En mitad de la escena se encontraba el arcángel Miguel, mi ejemplo a seguir, y alzaba su victoriosa espada y hacía retroceder a los demonios de ojos negros. Y entre ambos bandos surgió un niño. Los demonios querían comérselo, y los ángeles trataban de arrancarlo de sus garras. Luchaban para salvaguardar la inocencia.

El viento rumoreaba afuera. Una corriente de aire se colaba por las juntas de los postigos deformes y maltrechos y me bajé las mangas del jersey. En el Páramo solía haber niebla por las noches. Al caer el sol, de entre los charcos pantanosos se elevaba una ligera capa de vapor que humedecía la atmósfera. Cada noche penetraban en mi casa esas corrientes de aire frío que traspasaban hasta la ropa, y mi habitación, que no tenía chimenea, era víctima del aliento gélido del Páramo.

En un momento dado los perros comenzaron a ladrar, pero nadie en la casa les prestó atención y al rato se callaron. Cuando estaba más que sumergido en mi pequeño mundo de papel, oí unos golpes decididos en la ventana y di un respingo. Me asusté un poco, pero luego continué con mi dibujo.

«Habrá sido el viento».

Pero entonces volví a escuchar los golpes y me di cuenta de que había alguien ahí fuera, así que, dudoso, me acerqué a la ventana, desbloqueé las contraventanas y vi que se trataba de Darek.

—¿Sales? —Se abrazaba el torso y temblaba. Me alegré tanto de verlo que le hubiese dado un abrazo de no ser por el alféizar que nos separaba.

Me escaqueé por la ventana y salí con él al campo. Caminamos lejos de mi casa.

—Has podido salir.

Asintió.

—¿Qué está pasando, Darek? ¿Está enfermo tu padre?

—No lo sé —dijo con voz queda, mirando al suelo mientras caminábamos—. Hace cosas muy raras.

—¿Como qué?

Se encogió de hombros.

—No come. No se cambia de ropa. Ni siquiera sale a trabajar como antes. Me da miedo. Se pasa la noche despierto, lo oigo hacer ruidos raros por toda la casa. Ya no cocina ni limpia. Es como si fuera otra persona.

Me quedé pensando largo rato, mirándolo con preocupación. Darek, que siempre había sido de cuerpo ancho, se veía incluso más flaco que yo. No me había dado cuenta de su delgadez la última vez que lo vi, pero entonces era mucho más notable. Tenía las mejillas hacia dentro y la mirada débil tras unas bolsas en los ojos. Su apariencia era casi tan demacrada como la de su padre.

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