DIEGO

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Reencuentros

El mes que estuvo bajo observación en el hospital fue como pasar un año en las Bahamas para Diego, en comparación, cualquier lugar que no fuera Los Extraviados era semejante a un Resort cinco estrellas para él y los otros diecinueve adolescente que sobrevivieron a ese recinto de muerte y depravación. Cada dos días una enfermera entraba en la habitación que compartía con otro de los chicos, les extraía un poco de sangre, les tomaba la presión y les media la temperatura; los doctores que estaban encargados de ellos necesitaban asegurarse que ninguno de los chicos había sido contagiado con alguna enfermedad, por otro lado, aquellos que habían desarrollado algún tipo de dependencia al fármaco que el Bulldog les administraba, tendrían que pasar por un largo proceso de desintoxicación en cuando llegaran a sus respectivos hogares.

Todos los viernes, hasta que sus familiares fueran por ellos, tenían una hora para charlar con Gustavo que trataba de facilitarles, de alguna manera,  su reintegro a sus hogares y al mundo, después de pasar meses en cautiverio.

Pasado el mes, y cuando los doctores dictaminaron que no habrían más secuelas a demás de las obvias, los familiares comenzaron a llegar en busca de sus nietos, hijos, primos o sobrinos, jóvenes que consideraban jamás volverían a ver con vida. Diego al ver la alegría que invadía a todo el hospital cada vez que alguno de los familiares y alguno de los veinte adolescentes se reencontraban, no podía evitar sentir que se le hinchaba el pecho por tanta emoción.

Dicha emoción comenzó a ser sustituida, conforme pasaban los días y su madre no entraba por la puerta de su habitación, por desesperación, por un ligero sentimiento de envidia y temor a ser rechazado, después de todo, ya era de conocimiento publico todo lo que en Los Extraviados ocurría, tal vez, ya no era valioso para esta sociedad, tal vez, a su madre le daría asco al conocer su historia, al ver sus cicatrices en su espalda, manos y pies; todas esas ideas comenzaban a invadir su cabeza a danzar en su mente y aún así no se atrevía a hablarlo con el hombre amigable y de rostro risueño que lo atendía todos los viernes.

*****

Y tal como dice el dicho: "La visita y el muerto después de pasado un tiempo apestan," dos meses después, apareció Polita, la misma mujer que todas las tardes les llevaba tuppers con comida caliente para la cena --"no hay nada mejor que la comida hecha en casa, la de hospital es pésima" --les solía decir mientras repartía entre ellos los envases; sin embargo, ese día era diferente, a penas iban a dar las doce medio día y ella, en lugar de tuppers, les llevaba una muda de ropa --¡Vístanse, que nos vámonos! --les dijo esa mujer de hermosos ojos claros.

--¿Qué, por qué? --preguntó asustado Diego.

--El hospital ya los considera demasiado costosos para que permanezcan aquí, por lo que les daremos hospedaje en el edificio donde vivo, lo otra opción, es esperar en un albergue? Si quieres le digo que...

--¡No, no, no, me voy con ustedes! --respondió a la vez que daba un saltó para bajar de la cama y comenzar a vestirse, definitivamente un albergue no era una opción--¿por qué tan de repente? --preguntó lleno de curiosidad.

--Burocracia, mijo, ándale que nos están esperando --lo apremió mientras miraba hacia otro lado cuando lo vio que se disponía a quitarse la bata.

Diego y otros cuatro chicos, que aun esperaban por sus familiares, llegaron con tan sólo una muda de ropa a aquel edificio de paredes desteñidas, olor a pan recién hecho, a humedad y tiempos mejores. Subieron por las escaleras, detrás de Polita, que no dejaba de parlotear sobre lo cómodos que estarían en el departamento que le pertenecía al único amigo que ella tenia, la siguieron por el pasillo hasta detenerse frente al departamento que los López habían habitado por un tiempo e ingresaron en el uno a uno.

AdicciónWhere stories live. Discover now