ARISTÓTELES

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El héroe sin capa


La alarma suena a las seis de la mañana como es habitual, en la modesta habitación sólo hay una cama de dos plazas, el pequeño escritorio que no utiliza salvo para dejar sus libros de la universidad, sobre la cama, pegados en la pared, algunos pósteres de sus artistas favoritos; la alarma en el teléfono sigue su melodía, junto a este, la única foto que comparte con la persona que más a amado.

Estira su cuerpo perezosamente aun sin abrir los ojos y sus rizos alborotados cubren parte de su rostro, saca una mano debajo de la gruesa colcha que lo cubre intentando localizar a tientas el celular.

--¡Amor, se te va ha hacer tarde para el examen! --escucha la dulce voz de ese chico que desde que se cruzó en su vida lo enloquece.

--Cinco minutos más por favor --hizo un puchero sin abrir los ojos, a la vez que encontraba su teléfono.

--¡Se enfría el almuerzo Aristóteles Córcega! --volvió a escuchar su suave voz cerca de su oído derecho.

--¡Espera! ¿Qué? --se irguió alarmado --¿almuerzo? Buscó su teléfono en medio de las sábanas, tirando al piso almohadas y ropa limpia que había dejado sobre la cama por pereza doblarla. ¡Por Oaxaca y todas las flores! La una de la tarde, me volví a quedar dormido.

--Te lo dije --volvió a escuchar aquella voz, esta vez en su oído izquierdo. Haciendo que diera un pequeño brinco en la cama por la sorpresa.

--¡¡Diablos, Temo! Me asustaste! ¿Por qué no me despertaste? --le reclamó buscando a su pareja por toda la habitación sin encontrarla.

--¿Ahora es culpa mía?

--Si lo es, ya ni para llegar tarde. ¿Dónde estas metido? Siento que le habló a un fantasma.

--¡Nunca has podido encontrarme Aristóteles Córcega y mira las consecuencias! --ante él apareció Cuauhtémoc, tal como lo recordaba a sus dieciséis años, totalmente lívido, ojeroso y casi cadavérico; le mostró sus muñecas de donde manaba sangre en abundancia producto de los dos horribles surcos que había en ellas.

La alarma suena a las seis de la mañana como es habitual desde hace un año pero Aristóteles Córcega tenía media hora despierto, aquella horrible pesadilla no le había permitido seguir durmiendo.

Se levantó por fin cuando la alarma volvió a sonar cinco minutos después, ese día sería largo y la pesadilla provocaría que su malhumor estuviera a flor de piel. Dio un par de vueltas por la habitación aún un poco adormilado, sin saber a ciencia cierta que hacía, sólo andaba en unos bóxers algo desgastados en la cintura, lo que provocaba que cayera de un lado, y quedara algo flojo en la parte posterior debido a que sus glúteos casi inexistentes eran incapaces de rellenar en esa zona la pequeña prenda.

Se acercó al escritorio donde hasta hacía un año se dedicaba a estudiar y hacer tareas, y que ahora sólo servía para acumular ropa. Buscó en aquel bulto algo que no estuviera usado. Porque sí, en el caos que se había convertido su habitación, la ropa sudada y la recién lavada solían coexistir en el mismo lugar sobre el escritorio, o sobre el suelo, frente al closet.

Cuando iba en dirección al baño se detuvo ante el espejo, sus brazos y rostro lucían unos tonos más bronceados que su delgado torso lampiño. Sus rizos demasiado largos y revueltos, la enormes ojeras bajo sus ojos y en ellos, la tristeza asomada. Estaba más alto, lo había descubierto cuando sus pantalones le comenzaron a quedar cortos al igual que sus playeras; sus zapatos también habían dejado de servirles y a escondidas de su madre, había comenzado a rasurarse el bigote, aunque eran unos cuantos pelos los que ahí salían le daban la sensación que lo hacían parecerse un poco más a su padre.

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