IMELDA

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Cartas de despedida


La matriarca de los Córcega, el pilar de aquella familia tan peculiar, Imelda Cierra, regresó al edificio un mes después del atentado que casi le cuesta, a ella y a Gabriel, la vida y que trajo como consecuencia la desaparición de dos chicos. Aún tenía el hombro vendado y el brazo en un cabestrillo, como ella misma se había burlado, tuvo suerte que su hijo fuera un bueno para nada el cual no podía hacer nada bien y ni disparándole a menos de dos metros había podido enviarla con San Pedro. 

Había pedido que no hicieran ningún tipo de celebración, puesto que no había nada que celebrar hasta que los niños aparecieran. Estando en el hospital había reunido a toda la familia en su pequeña habitación a pesar de la protesta de las enfermeras y doctores --"Sólo rezaremos un rosario cortito por la recuperación del esposo de mi nieta y por los hijos perdidos de mi vecino" --le prometió al director del hospital cuando entró furibundo para hacer salir a las casi quince personas que se encontraban al rededor de la camilla de Imelda.

--Terminan y salen todos en seguida --dijo el Medico derrotado, incapaz de negarle algo a esa pobre anciana victima de la locura de su propio hijo. Puesto que en Oaxaca las noticias viajaban rápido, más rápido de lo que se solían olvidar todos y cada uno de los escándalos y desgracias que solían ocurrir; eso lo podía constatar Julio, que con sorpresa podía notar que a esas alturas ya nadie solía hablar del "Estropicio" a pesar de que sólo había pasado un mes desde que la última gota de lluvia había caído.

Sonrió triunfante en cuanto el Médico salió, hacía años había aprendido que a las personas les cuesta decirle que no a los caprichos de una anciana, no solía aprovecharse de eso pero era divertido para ella tener siempre un poco de ñ control, aunque eso conllevara caer en el chantaje emocional.

A pesar de su petición Linda y Amapola prepararon una pequeña cena de bienvenida nada ostentosa. Entró sentada en su silla de ruedas empujada por Juan Pablo, seguidos de Julieta y Dave quien llevaba de la mano a su hermana Blanquita. Nadie gritó "Sorpresa," como tampoco tiraron confeti, no había ánimos, ni la situación se prestaba. Todos estaban conscientes de que Imelda de tras de su pequeña sonrisa y sus comentarios joviales estaba triste, no porque su hijo estuviera recluido a la espera de un juicio por triple intento de asesinato, si no, por Temo, a quien había comenzado a consideraba como otro nieto más. Sentía que le había fallado, no lo había protegido como había prometido y no se había percatado que había errado el camino hasta cuando fue demasiado tarde, así como tampoco tomó cartas en el asunto cuando lo descubrió. Se confió demasiado, así como había confiado en la voluntad y madurez que Temo solía demostrar; no lo culpaba, al final sólo era un niño desesperado tratando de encontrar una salida, la culpa era de cada uno de los adultos que con sus malas decisiones lo habían empujado hasta hacerlo caer en quien sabe que oscuro agujero.

Por las mañanas veía entrar a su nuera Blanca a la habitación, peinada con una perfecta trenza, llevando los aretes que le regalara su hijo Juan Pablo y más radiante y joven que la última vez que la viera con vida; la veía sacudir el polvo en su pequeña cómoda y el armario, estirar un poco las sábanas de la cama y abrir las cortinas y la ventana para que entrara un poco de aire fresco y la claridad de la mañana. Al inicio había creído que como su hijo Audifaz comenzaba a perder la cordura, que la hora de volverse senil e inservible había llegado. De su circulo de amigas de la juventud ella era la única que o seguía con vida o se mantenía con la mente totalmente clara, de ellas sólo visitaba a una con frecuencia hasta la tarde que no la reconoció al llegar, que le habló de cosas que habían ocurrido muchos años atrás como si hubieran ocurrido el día anterior y luego de una hora de platica, la saludó como si recién hubiera llegado, emocionada por volverla a ver después de mucho tiempo.

También solía ver a su hijo Eugenio en la cocina, sentado en su silla de ruedas yendo de un lugar a otro, asegurándose que la estufa estuviera apagada a pesar que Pancho hubiera cambiado todas las estufas del edificio por eléctricas, y apagando las veladoras que Linda solía encender frente a una foto de él y Blanca cuando aún eran jóvenes.

Por las noches,  entraban con su paso silencioso a su habitación, siempre cuando Imelda se disponía a rezar el rosario y cada uno se colocaba a un lado de la cama participaban mudos de la pequeña ceremonia y no se retiraban hasta que terminara. No los volvía a ver hasta la mañana siguiente para verlos repetir las mismas acciones que de seguro harían si aún estuvieran con vida. La idea de que se estuviera volviendo senil, y la cual no le había confesado a nadie por temor que la tomaran por loca, desapareció una mañana mientras desayunaba junto a Linda y Polita, las dos mujeres le preguntaron intrigadas si era ella quien abría la ventana y las cortinas de la habitación, o la que apagaba las veladoras todas las noches. Esa simple pregunta le quito de sus hombros y su cabeza tal preocupación y se convenció que aún había Imelda Cierra para rato porque lo que a diario veía no era una ilusión, una mala jugada de su cabeza, sino, que eran su nuera y su hijo que desde el otro lado aún seguían cuidando a la familia.  

Esa misma mañana y con los ánimos renovados le pidió a Linda que le trajera su canasta con sus hilos y agujas, habían pasado ya varías semanas en el total de los olvidos. Apenada y preocupada por la reacción que tendría su abuela, la trajo de donde Polita, Daniela y ella habían optado por ocultarla; la razón de hacerlo era sencilla, la mortaja aún inconclusa había quedado salpicada por la sangre de su abuela al recibir el disparo y luego, cuando Pancho con ayuda de Polita la levantaron para llevarla en la burra hasta el hospital, la mortaja cayó en el charco de sangre, donde permanecería Gabriel durante varios minutos, arruinándose por completo.

--¡Oh, vaya! ¡Tendré que comenzar otra vez! --dijo, sorprendiendo a Linda por la manera tan tranquila que había tomado al haber descubierto arruinado todo su trabajo de meses --¿qué, no te alegra que tenga que comenzar desde cero?

Linda la miró intrigada por aquella pregunta --¿Por que lo dice?

Imelda rio con su risa característica capaz de espantar incluso las palomas del campanario de "Santo Domingo," cuando terminó de reír la miró seriamente --¿se te olvida? ¡Hasta que mi mortaja no esté terminada de este mundo no me voy! --dijo con determinación. Por lo que esa misma tarde hizo a Linda solicitar la mejor seda traída de china, hilos dorados de la india y de colores desde Budapest.

Todo el pedido no llegaría hasta un mes después, la seda era blanca tal como la había solicitado, sumamente suave, al punto que invitaba a envolverse en ella y disfrutar de su delicado tacto. Comenzó tal cómo había iniciado la anterior, cociendo en la seda flores de varios colores siguiendo la tradición que aprendiera en el taller de costura de su difunta abuela y que con los años, su madre y luego ella, llevaron a convertirse en el prospero negocio que administraba ahora junto a Crisanta.

Cuando las ideas de las flores se le terminaron, comenzó a bordar animales autóctonos, en medio de flores y vegetación; y para cuando no hubo más animales que coser y aún mucha tela por bordar su imaginación la llevo a plasmar caballos con lengua de serpiente, alas de murciélago y cola de pez; en medio de tortugas con garras de oso y cuernos de toro; tal cual, los alegrijes que su nieta Daniela solía tallar en madera en su taller.

Así pasaron los días en medio de hilos, agujas, visitas a su hijo Audifaz y su familia que cada vez parecía hacerse más pequeña y más joven a la vez.

El último domingo que estuvo con vida coincidió con el bautismo de los trillizos, precisamente ese domingo el sol amaneció más radiante que lo habitual y el aire del templo se había averiado, aunque nadie le sacaba a Imelda la idea que era una triquiñuela del viejo Padre Santiago. El anciano sacerdote que gobernaba sobre todas las parroquias de Oaxaca casi a perpetuidad como un emperador romano, era quien celebraría aquel domingo la ceremonia. A pesar de contar con casi diez años más que Imelda, se veía mucho mejor conservado, aún caminaba erguido y sin ayuda de nadie, tal cual alto era; tenía la vista de un halcón y la voz de trueno que sabía utilizar muy bien al momento del sermón. Poseía un ligero acento gallego a pesar de haber nacido en Guadalajara y nunca haber salido del país.

Esa mañana calurosa y sin aire acondicionado, ignorando la enorme y gruesa sotana que traía sobre su ropa negra decidió extenderse en su sermón con la clara intención de fastidiar a Imelda que no dejaba de moverse inquieta en su puesto, mientras que sin lograrlo sacudía su abanico para refrescarse como el resto de las mujeres qué habían ido como todos los domingos a la misa de las nueve.

Sus sermones eran bien conocidos por toda la ciudad, incluso, trascendían sus fronteras y en el Vaticano estaban consientes de su manera tan particular, solían tener un tono apocalíptico, casi de secta evangélica, y un fanatismo bien marcado. Julieta era una de sus principales detractoras y como ella, habían muchos padres que se oponían a las narraciones tipo "Gore" de sus sermones.

Solía explicar con lujo de detalle y sin el menor grado de censura su interpretación retorcida, y para Gustavo, el psicólogo amigo de la familia, algo psicótica, de los castigos que eran aplicados en el infierno y el purgatorio a las pobres almas de los pecadores que caía en ellos. Tal como la tecnología avanzaba en la tierra, para el Padre Santiago igual avanzaba en los castigos infernales, había iniciado en su juventud con duendes que ataban desnudos al cepo a los lujuriosos y que introducían metal caliente en sy orificio posterior como castigo a todo lo que en vida se habían introducido en lugares no idóneos; pasado por un estilo Steel punk y ahora a sus casi cien años de edad, narraba sobre un infierno automatizado, donde los pecadores eran castigados por mecanismos computarizados que aplicaban los mismos sádicos castigos de antaño.

Julieta y Susana le cubrían los oídos a sus hijos al igual que Candy y Pancho lo hacían con los mellizos. Rogaban que el sermón terminara rápido o los niños tendrían pesadillas y visitas con Gustavo a partir de ese domingo.

--¡Tú! --señaló a una mujer parapléjica, sentada en su silla de ruedas --que por las noches te levantas de tu cama y sales como súcubo en busca de macho que te posea --la acusó, provocando que su madre se escandalizara --¡O tú! --esta vez señalando al respetable y jubilado profesor de ciencias --que como ramera de Babilonia compartes el lecho con tu primo y su amante varón --en ese preciso instante Imelda comprendió que el sermón se había convertido en un nuevo ataque a su familia de parte del Padre Santiago.

En Oaxaca, y precisamente en esa congregación, era bien conocido el odio irracional y casi visceral que profesaba el Padre Santiago Pineda a los Córcega y en especial a Imelda a quien no dudaba en acosar y condenar a la menor oportunidad a pesar de haber sido sancionado en más de una docena de veces por insistir.

"El origen de aquel odio se remontaba al día del matrimonio de Imelda y Canuto. La pareja estaba feliz, luego de años de cortejo Canuto había logrado convencer al padre de Imelda que era el mejor partido para su hija. Imelda salía ilusionada y de la mano de su ahora esposo Canuto, llevaba las mejillas sonrosadas debido al comentario que su esposo le había dicho al oído. Se disponían a ir a casa de los padres de Imelda, quienes habían preparado un humilde brindis en honor a los novios antes de que fueran al edificio que el abuelo de Canuto le había heredado y donde Imelda viviría hasta el último de sus días. El Padre Santiago, quien para ese entonces tenía una buena relación con la pareja fue invitado a la cena y él como buen bebedor que era no dudo en quitarse la sotana y subirse en el primer carro del primer invitado que se ofreciera a llevarlo.

El brindis estaba llegando a su fin y los novios se disponían a retirarse para pasar su primera noche juntos, el Padre Santiago se terminaba su tercera botella de mezcal cuando los vio salir del festejo disimuladamente. Los encontró abordando el recién adquirido automóvil de Canuto y se apuro a acercarse a ellos con la intención de volverlos a bendecir y entregarle su humilde obsequio. Ella fue lo que con algo de confusión lo recibió, no era más que un calendario con los domingos y días Santos tachados en rojo, sus días de sangre en anaranjado y el resto en negro, salvo unos tal vez quince días sin tachar desperdigados a lo largo de los doce meses. --¿Para qué es? --Preguntó intrigada.

--Un calendario con los días que pueden compartir el lecho y no caer en actos pecaminosos --les explicó, seguro que dominaría a la pareja como estaba seguro que dominaba a todos su rebaño. Con mano fuerte, para que ninguno se descarriara.

Lo que nunca imaginó fue que Imelda se riera en su cara, con aquella risa que había enamorado a Canuto y que en ese tiempo era como el sonido de un apacible riachuelo que baja de una montaña, y lo llamara anticuado por sus ideas medievales. Le dijo que cogería con su esposo los días y las veces que quisiera, aunque eso significara inundar Oaxaca con docenas de Córcegas.

--¡Envejecerás sola y morirás sola por tus pecados Imelda! --lo escucharon gritarle a la calle, el resto de los invitados."

El bautizo terminó algo tropezado al llegar el turno de bautizar al pequeño Cuauhtémoc, el Padre Santiago se negaba a aceptar a Aris como padrino a causa de sus "gustos diferente." Gracias a la intervención del joven y flexible Padre Pablo, se pudo concluir con la ceremonia.

Cuando el Padre por fin los dejo ir, luego de una larga lista de anuncios y recomendaciones para evitar caer en alguno de los siete pecados capitales, Imelda se levantó de su puesto, caminó hacía el altar, pidió permiso para hacer un anunció, el cual se le fue negado por Santiago, se paró tras el púlpito haciendo caso omiso a la negativa del Padre, golpeó el micrófono y se dispuso a dar el comunicado que a lo largo de las dos semanas siguientes revolucionaría Oaxaca, a pesar de las advertencias que hacía un colérico Padre Santiago.

--Hola, buenos días... --inició.

Imelda, ese domingo, anunció que terminaría su mortaja en siete días, y luego moriría. Que todo aquel que quisiera enviarle un mensaje a algún familiar fallecido ella gustosamente se lo haría llegar. Cuenta el último en salir del templo que el Padre Santiago amenazaba con la excomunión a todo aquel que se acercara a Imelda durante las siguientes semanas.

Todo sería parte de una broma, una manera de vengarse de Imelda por años de insultos y agravios de parte de quien en otra época considerara su amigo. Lo que nunca esperó fue que las personas en Oaxaca se tomaran aquello a pecho.

El lunes a la panadería llegaban señoras con la cabeza cubierta con su velo de domingo y con pequeños sobres en las manos con el nombre del remitente, esa serían las primeras de muchas que comenzarían a recibir. El martes el número aumentó y Polita tuvo que buscar un saco de harina vacío para guardar los mensajes, para el miércoles la cantidad de personas era tal que la policía tuvo que intervenir, organizar a los remitentes en dos enormes filas y Linda y Daniela colocar dos buzones hechos con cartón, que en lugar de ayudar les trajo más trabajo, puesto que tal era la cantidad de misivas al más allá, que más demoraban en vaciarlos que lo que se volvían a llenar. La magnitud del anunció de Imelda no sería medida hasta el jueves y el viernes, cuando la calle frente al edificio junto a las colindantes fueron cerradas y el ambiente de fiesta lo inundo todo, los vendedores ambulantes invadieron las aceras y los puestos de tacos y chicharrones las esquinas, los músicos tocaban a media calle y la feria fue trasladada a un costado de la panadería.

Los niños del edificio se encargaban de organizar las cartas alfabéticamente por docenas y atarlos con un cordel. El sábado aun Julio protestaba por no poder salir al carnaval que se celebraba afuera. Imelda por otro lado no dejaba de coser confiada en que la divinidad, a la que le había rezado ese domingo mientras el Padre Santiago aterraba las almas inquietas de su feligresía con su sermón que parecía sacado de una novela de "King", la había escuchado. Durante todo el tiempo que duró el sermón del Padre Santiago había discutido los términos y condiciones de su rendición en una negociación unilateral con la única fuerza en todo el universo capaz de regresar a Temo con sus queridos.

El sábado a las seis y veinte de la tarde dio la última punzada a su mortaja. Llamó a todos sus nietos y amistades y uno a uno se despidió de ellos, incluso llamó a los López y con el mismo cariño que con sus nietos se despidió de ellos, había dejado de último a Aris y a Pancho. Le pidió a Aristóteles que se liberara de los estigmas impuestos por su padre, que fuera valiente y luchará por todo lo que amaba, que nunca se rindiera y fuera feliz, por que la felicidad no está en la opinión de los demás si no en las personas que amamos y nos corresponden, en las cosas simples y sencillas. A Pancho le dijo que no se preocupara, que no se sintiera culpable y que estaba segura Temo aparecería pronto.

Ese sábado llevada por el ambiente festivo que había en la calle pidió a Linda que llenara la mesa de comida por que las bienvenidas y despedidas había que celebrarlas por igual. Cuando Aristóteles se retiraba ha descansar, lo llamó y le entrego en un plato un trozo de pastel de mil leches y autentico chocolate oaxaqueño hecho por su prima Linda. --"La próxima vez no lo dejen caer y disfrútenlo juntos" --le dijo con una sonrisa de complicidad.

Luego se encerró con Eduardo en su habitación y el abogado no salió de ahí hasta que Imelda estaba segura que dejaba todo en regla, lo suficientemente claro y sin ningún cabo suelto.

Antes de acostarse sacó del closet una vieja caja de zapatos y la dejó al pie de la cama, dentro estaban los mismos zapatos blancos que había utilizado el día de su boda; sacó también el hermoso traje que Crisanta le había confeccionado en secreto para la ocasión y lo dejó colgando en la puerta del closet, junto al vestido dejó la mortaja colorida, se cepillo su corta cabellera y por último sacó una carta con el nombre de Cuauhtémoc escrito en el sobre y la dejó sobre la veladora, espero que su hijo y nuera entraran, rezó el rosario como era habitual junto a ellos y cuando el reloj marcó las doce de la noche Imelda Cierra dejó este mundo en paz.

El sepelio de Imelda se convertiría en uno de los eventos más multitudinarios jamás visto en todo Oaxaca, las calles adyacentes al edificio continuarían cerradas otra semana más y el tono festivo de los días anteriores sería sustituido por uno luctuoso. Las personas se turnaban para rezar el rosario más largo jamás rezado y que se extendería sin pausa hasta siete días después de su muerte. Se repartían litros de café y kilos de pan por la mañana y por la noche sin que nadie pudiera dar razón de su procedencia.

Un día después Francisco López estaba de pie frente a las frías y silenciosas puertas de la morgue, indeciso si entrar para llevar a cabo una de las peores cosas que jamás se hubiera tenido que imaginar tendría que realizar. Se giró, en la sala de espera toda su familia y los Córcega lo miraban, delante de todos ellos estaba Aristóteles, más alto, más delgado y más bronceado por tantos días al sol. Tenía enormes ojeras y aun tenía los ojos rojos de llorar por su abuela recientemente fallecida.  Lo vio sonreír sin ganas y a la vez que levantaba las manos con los pulgares arriba intentando transmitirle la poca buena vibra que aún quedaba en él.

Después que Axel se ofreciera para hacerlo por él, decidió que era el momento y no había motivo para retrasar lo inevitable. El pasillo era largo,  silencioso y sin ninguna decoración; había camillas a los costados y un pequeño carrito de limpieza. Al otro extremo del pasillo había otra puerta similar a la primera y sobre ella una lámpara que parpadeaba. Abrió la puerta sin dejar de mirar el foco, camino entre las mesas vacías hasta una donde un pequeño cuerpo reposaba cubierto simplemente con una tela blanca, conforme se acercaba sus manos temblaban más y más, sus pies se le hacían más pesados, incluso podría asegurar que en ese momento a su corazón se le olvidó que tenía que latir.

--¿Señor López? --saludo una mujer a sus espaldas sobresaltándolo --lo siento, no debí haber hablado así, tan de pronto. Soy la Doctora Martínez --se presentó extendiéndole la mano.

--Mucho gusto --respondió con mano temblorosa.

--Lamento que nos conozcamos de esta manera. ¿Está listo?

--Si --por primera vez Francisco López no sabía que decir.

Ambos se colocaron a cada lado de la mesa metálica donde descansaba el cuerpo, la doctora tomó la tela blanca con  cuidado y lentamente descubrió el rostro del chico. El grito desgarrador de Pancho fue escuchado hasta el otro lado del pasillo grabándose a fuego en la memoria de los presentes.

Imelda Cierra se había equivocado, la divinidad a quien había rogado no era benévola y misericordiosa cómo creía, sino más bien, cruel e irónica. Había aceptado el trato como estaba segura pero  no bajo sus términos y condiciones. Porque Imelda en su minúscula existencia creyó ganarle a su Dios en el mismo juego que lleva jugando desde su propio nacimiento.  En su insolente soberbia había olvidado que no era sólo Temo quien estaba desaparecido por lo que Diego yacía sobre la fría mesa metálica terriblemente golpeado como resultado, mirando a Pancho con sus hermosos ojos color aceituna ahora sin la chispa de alegría que los caracterizaba.

--Diego... Diego... Diegochas... ¡noo Dieguito, tú noo...! ¡Ahhhhhg mi hijooooo!

Nota 01
Bueno maté a Diego odienme.

Nota 02
Tanto el capítulo de Julio, cómo esté tienen cierto toque fantasioso. Inspirados fuertemente en dos novelas, que me gustan demasiado, de autores latinoamericanos.

Nota 03
Si quedó alguna duda, Imelda no se nos estaba deschavetando, no es el primer personaje que puede ver a la pareja de difuntos pero sí la primera que interactúa con ellos directamente.

Nota 04
🚨Sólo quedan dos capítulos.🚨

Nota 05
💔💔💔❤❤


AdicciónWhere stories live. Discover now