Recuerdo III. Primera prueba de valor

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Nuestra tutora se llamaba Beate Schäfer y era la sobrina del sacerdote.

—Bueno, niños, ¿qué tal si venís aquí conmigo y os presentáis?

La maestra, con una voz dulce y sosegada, tenía muy buenas intenciones de hacernos pasar vergüenza para perderla, así que fue llamándonos por orden de lista, y tuve la mala suerte de apellidarme Bauer y no uno de esos que empezaban por Sch-.

De pronto me vi encima veinte pares de ojos atentos y mordaces. Las chicas me observaban con una mezcla de burla y curiosidad, y los niños me lanzaban miradas interrogantes y expresiones afiladas. Los chicos no tenían miedo de hablar: salían y decían cuatro tonterías y demostraban su valía como líderes de la sociedad.

Pero una sensación de agarrotamiento me mantenía paralizado, y cuando la maestra me volvió a llamar y escuché a los otros niños murmurar me puse a temblar como una cuerda tensada. Y entonces Alek me dio un empujón para que saliera de una vez y me caí al suelo, provocando la risa de los demás.

—Shh —interrumpió la señorita Schäfer, que logró frenar las risas en seco—. No nos reímos de los demás. Vamos, Mikhael, seguro que tienes muchas cosas interesantes que contarnos.

Me levanté del suelo lleno de vergüenza y me sacudí el polvo de los codos evitando las miradas de mis compañeros. Subí a la tarima y me situé frente a la maestra. Preguntó mi nombre y qué cosas me gustaba hacer, y yo respondí en tono bajo y evitando mirar hacia la clase. Al ver que no iba a dar más de mí mismo, desistió y me dejó volver a mi asiento.

Mientras llamaba a mis sucesores mantuve la vista fija en mi pupitre. Deseaba que aquel bochornoso día terminara lo antes posible y volver a casa con mis cabras, mis cuadernos de dibujo y mis juegos con Darek en el Páramo. Entonces jugar entre la niebla me parecía mucho más atractivo, al menos allí podía ser yo mismo y no tenía que enfrentarme a la exposición de las miradas raras y las burlas.

Un nombre me hizo despegar la nariz de mi pupitre: Gabrielle Schäfer. La única presentación que recuerdo incluso mejor que la mía. Era una niña seria, se situó frente a la maestra con la familiaridad de madre e hija. Y con seguridad hizo saber a toda la clase:

—Soy Gabrielle Schäfer.

Nunca olvidaré la sensación que me produjo su voz: ni agresiva ni tímida, no pretendía llamar la atención ni demostrar que no tenía miedo, aunque no lo tuviera. Era simplemente honesta y eso me fascinó. Con solo esas tres primeras palabras ya sabía que era capaz de hacer cualquier cosa. «Soy Gabrielle Schäfer y estoy aquí».

El segundo apellido que recuerdo fue uno de esos que cuestan de olvidar, y que conocía de memoria por tantas veces que lo había escuchado.

—¿Schwarzschild, David?

Era el hijo del alcalde. Un niño de cabello muy rubio y muy claro, como sus ojos azules, salió casi corriendo desde el final del aula hasta la plataforma. Los demás niños aplaudieron su entrada. Con una energía contagiosa se presentó ante toda la clase, sonreía y se balanceaba mientras hablaba y hacía gestos con las manos. Apretaba los labios cuando pensaba y, una vez tenía claro lo que quería decir, abría mucho los ojos y hablaba con entusiasmo. Hacía reír a los demás. Hablaba sin parar, y los otros niños lo escuchábamos ensimismados.

Después de la ronda de presentaciones, la maestra nos animó a jugar entre nosotros y nos dejó salir al patio. La escuela formaba una especie de triángulo y, en cada esquina, había un edificio. En el centro los tres formaban un patio de suelo de tierra con algunas jardineras, árboles y un pequeño parque con tobogán y columpios de acceso restringido a los más pequeños. Nuestro edificio era de Escuela Primaria y Preescolar, y había niños y niñas desde los tres hasta los once años. Los otros dos edificios eran la Escuela Secundaria para mujeres y la Escuela Secundaria para hombres, de los doce hasta los diecisiete años. Nunca nos juntábamos en el patio pequeños y mayores: ellos tenían su horario y nosotros el nuestro.

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