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Apenas había cerrado la puerta, recosté mi espalda sobre ella, respirando con dificultad. El aire en mis pulmones se entrecortaba y mi corazón latía con desenfreno. Recién había notado que todo mi cuerpo temblaba, como si estuviera hecho de gelatina. Seguía jadeando mientras mantenía mis ojos bien apretados, intentado recuperar el aliento.

Mi pecho comenzó a doler. Era un dolor infernal, como si quisiera salir de mi cuerpo. Llevé rápidamente mi mano para estrujarla contra mí, tratando de soportar la terrible tortura. Me apretaba el pecho con fuerza, respirando lo más profundo que podía, hasta que sentí como el dolor iba desapareciendo poco a poco.

El aula de clases se encontraba dominado por un silencio abrumador. No se escuchaba absolutamente nada, solo unos débiles cuchicheos entre los estudiantes. Me los podía imaginar a todos, a cada uno de ellos, con sus rostros perplejos asimilando todo lo que había pasado. Me imaginaba el rostro de Burro, debía de estar tieso de la impresión. Pensar aquello me había hecho sonreír involuntariamente.

Allí, en ese momento, con un dolor de los mil demonios, luchando para que mi corazón no me falle, yo sonreía. ¡Sí! Sonreía porque nunca me había sentido tan vivo. Una embriagante satisfacción recorría por cada célula de mi cuerpo, provocándome una sensación orgásmica.

Incliné mi cabeza hacia los cielos y me quedé observando el paisaje por un momento. Seguía gris y oscuro, sin embargo mi sonrisa no había desaparecido.

Aunque todo lo que viera sea opaco y deprimente...

Aunque los colores me hubieran abandonado...

Aunque la vida se me escaparía en cualquier instante... Yo debía buscar una manera para sobrellevar todo ello, y al fin la había encontrado.

El lado positivo tras la desgracia..., la calma después del huracán..., la luz al final del túnel...

¡Viviría el día a día sin importar las consecuencias!

¡Gracias, Burro...!

Con ese pensamiento en mi mente y con una gigantesca sonrisa en mi rostro me dirigí hacia la biblioteca de la institución. Observé el reloj que cargaba y noté que aún faltaba casi media hora para la siguiente clase, así que tenía que entretenerme en algo.

Abrí la puerta de cristal y tomé asiento en una de las mesas desocupadas. Di una ojeada por todo el salón mientras sacaba algunas de mis pertenencias. La biblioteca es un lugar agradable y espacioso, con varias mesas en las que los estudiantes realizan sus actividades en completo silencio, o al menos es lo que deberían, porque nunca lo hacen. Escuchaba murmullos por todas partes y una que otra risilla que no lograba identificar su procedencia.

Suspiré con resignación y abrí el cuaderno que había sacado antes. Me apetecía dibujar algo, siempre lo hago cuando quiero relajarme o cuando quiero que el tiempo pase deprisa. Revisé nuevamente mi mochila para sacar los lápices de colores que hacía mucho no usaba. Apenas los vi, una extraña sensación de amargura recorrió por todo mi cuerpo, provocándome un ligero escalofrío. Todos los lápices eran grises... ¡todos y cada uno de ellos! La única diferencia era sus tonalidades, uno más oscuro que otro, pero no ayudaba en nada. ¿Cómo sabría cuál es el amarillo? ¿Cuál el verde? ¡Maldita mierda...!

"Ya que..." Me limité a tragarme mi resignación y empezar a dibujar. Trataba de hacer un atardecer, en algún hermoso y natural paisaje. Rodeado de árboles y montañas. Debería tener un gigantesco río o lago y varios animales alrededor. Por supuesto. Los animales no podrían faltar...

Tomé un lápiz gris para colorear el sol que me estaba quedando fabuloso. Luego, usé un gris más oscuro para darle un efecto de resplandor. Cambiaba de lápices con esmero sin saber realmente de qué color pintaba las cosas. Carcajeé en mi mente de la payasada que me estaba ocurriendo, incluso tuve que apretar mis labios para contener la risa.

Without ColorsWhere stories live. Discover now